Archive for febrero 2009

Matriz hessiana

Odette, Odette. Ay. Qué haces aquí, que no te vas. Tendrías que dormir esta noche abrazada a otro hombre en vez de seguir a mi lado. Mira que intento entenderte, pero no lo consigo. Tú no me quieres. Yo a ti sí, pero me mata ver cómo malgastas los días aquí. Eres un inquilino al que quiero desahuciar por su propio bien. Al final vas a tener razón y tengo complejo de padre. Sólo quiero lo mejor para ti y yo no soy lo mejor para nadie. Cómo me gustaría dejar de escribir tu nombre, Odette. Tu parálisis es mi parálisis. Vete, por favor. No puedo soportar que aprietes los labios cada vez que intento besarte. Estoy cansado de nuestra relación de pega. Prometo que intentaré olvidarte, y para ello necesito que desaparezcas. Tienes que volver a pisar la calle, allí fuera hay un maravilloso mundo esperándote. No puedes seguir acostada en la cama más días. Y tus ojos abiertos, perdidos. Y los relojes del salón hacen tic tac. Y el silencio. Qué haces aquí. Quizá creas que es más fácil quedarte. Mientras tanto, seguimos echando capas de cemento sobre la cúpula de nuestro Chernóbil particular. Te dije hace mucho que sé que no me quieres. Lo mantengo, y añado que ya no te importo. Y a cada instante deseo que me dejes.

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Página 1

Me llamo Julio Antúnez, soy repartidor. Llevo quince años en la profesión y si te soy sincero, no me veo haciendo otra cosa. Mercedes cree que esto me servirá de algo, así que allá voy. Empecé trabajando para una cadena de comida italiana a tiempo parcial mientras iba por las mañanas al instituto. Mi padre quería que tuviese el título de bachiller que él no pudo sacarse. Por aquel entonces me llamaban Julito, el chico de la scooter más ruidosa del barrio. Un día decidí no volver al instituto y claro que me arrepiento ahora que peino canas. Pero en esos años pesaba mucho más un sueldo a final de mes. Así que le dije a mi padre que me ponía a trabajar. No me resultó duro, al fin y al cabo ya me pasaba las tardes de aquí para allá con la moto. El salario era bajo pero con dieciséis años te sientes millonario. Los primeros meses, como en todo, fueron los mejores. Llevé pizzas a la mayoría de los domicilios de la ciudad. Me abrieron la puerta familias numerosas, grupos de amigos dispuestos a ver un partido de fútbol por la tele y cientos de estudiantes universitarios que empezaban a vivir lejos de mamá. Llevé la comida a tantos cumpleaños con globos que me asustaría calcular el número. Y allí estaba yo, bajo una gorra ridícula y con la mirada fija en el humo con olor a mozzarella que se escapaba por los bordes de la caja. Si me quemaba las manos, había llegado a tiempo. Aprendí a saber quién me daría propina y quién no sólo con echar un vistazo al interior de las casas. Más tarde lo italiano dejó de ser lo más y fueron los años chinos. Las calles olían a wan-tun frito. Los repartidores eran chinos con camisa blanca abotonada. Además, no sé si sabes que odio esa comida. Parece que se me da esto mejor de lo que pensaba, hasta me dirijo a ti como si fueses alguien que pudiese escucharme de verdad. Mercedes tenía razón. Julito pasó a ser Julio y me contrató una empresa de mensajería urgente. Aquello era una locura. Siempre llegaba tarde hiciera lo que hiciera y me harté de llevar documentos a las empresas. Los hombres de corbata no dan propinas y rara vez te miran. Son como robots. Te ven entrar, resoplan y te quitan la entrega como si fuese un tesoro de valor incalculable. El mundo de la mensajería es un gran reloj adelantado. Aparte, descubres que el destinatario puede no estar en casa. Cuando llevaba pizzas sabía con toda certeza que me esperaba alguna boca hambrienta, pero cuando se trata de recibir un documento o un paquete, las cosas cambian. En ese trabajo no llevaba gorra, pero seguía buscando mis pies con la mirada cuando esperaba que firmasen el albarán. Y después acabé en la floristería. En este último trabajo casi no cojo la moto y no veas la vergüenza que paso todos los días llevando ramos de flores por la calle. Todas las mujeres que me encuentro me miran con una media sonrisa esperando que el ramo sea para ellas. Y yo tengo que poner cara de pedir perdón como si tuviese la culpa. Los repartos son agradables, no se encargan flores para celebrar un infortunio. Siempre son aniversarios, cumpleaños, el mismo universitario devora-pizzas que le envía un detalle a su novia en la distancia… Luego conocí a Mercedes. Pero lo que te quería contar, y a lo que viene este breve resumen de mi vida como introducción de este nuevo diario, no es otra cosa que la entrega que hice hoy. Fue en Lavapiés, un cuarto piso sin ascensor. Llevaba un centro de rosas, azucenas y tulipanes. Toqué varias veces al timbre y cuando me disponía a dejar las flores sobre el felpudo, una anciana de noventa años abrió la puerta. Me invitó a pasar pero le dije que tenía prisa y era verdad. Me fijé en la tortuga de Carey disecada que tenía sobre el aparador de la entrada. Sobre el mueble había una foto enmarcada de su marido muerto. Colocó las flores al pie de la imagen, dentro de un jarrón de bronce. Al darse la vuelta, lo vi: lucía una esvástica tatuada en su arrugado hombro izquierdo. No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a Mercedes.

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Viaje (sentimental) por Barcelona

El hostal Neutral se encuentra en la esquina de Consell de Cent con Rambla Catalunya. Posee dos estrellas y veintiocho habitaciones simples. Ocupa un chaflán típico del Eixample, las esquinas dan una forma octogonal a las manzanas. El inmueble tiene unos sesenta años de antigüedad y el hostal está localizado en la segunda y tercera planta. Supone una solución barata y céntrica para ingleses ruidosos y barceloneses sin casa donde practicar sexo. Las puertas están enumeradas de forma caótica: la seis está después de la quince. El lavamanos está integrado en la habitación y el único televisor del hostal está en la recepción de la segunda planta. Aparte, nunca está encendido. En el hostal Neutral el agua de la ducha sale caliente y fría a ratos. Hay un crucifijo sobre el cabezal de las camas de matrimonio y los muebles parecen comprados en una feria de antigüedades. Los huéspedes (neutrales, claro) abren la puerta lo justo para salir sin que ningún curioso entrevea el interior.
Viajemos un kilómetro y medio más abajo, hasta llegar a una tetería escondida tras las callejuelas de la Catedral. Un hombre con aspecto de gángster echa azúcar moreno al té chai servido en vaso de cristal. Mira hacia arriba y aprecia los paraguas abiertos colgados del techo y decorados con motivos árabes. Algunos de ellos están numerados, otros no. Muchos de los clientes teclean en sus diminutos portátiles como si estuviesen poseídos. Suena el último disco de Portishead y hay cachimbas sobre las mesas. El gángster se acomoda en un sofá desconchado y observa que la bicicleta junto a las bombonas de propano también está numerada. No entiende nada.
Al mismo tiempo, en la planta primera del Fnac de El Triangle, la cajera del pelo recogido se encuentra exactamente en el punto equidistante entre el hostal de los neutrales y la tetería de los gafopastas. Su anterior pareja le solía llevar a ambos lugares con distintas intenciones. Una vez le preguntó a la camarera el significado de los números colgantes. No ha vuelto desde que rompió con Manuel y piensa que es mejor así. Sigue con su rutina diaria, atiende al cliente y pasa por el lector de códigos de barras una bonita edición de las aventuras de Alicia a través del espejo.

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The flashing at night, the sirens grow and grow

El local está lleno, los exámenes terminaron y los universitarios vuelven a su hábitat favorito. Hoy llevo un día duro: Feria de abril en Metropolitano, cañas en La Latina y por último la renovada sala Low. El ambiente sigue siendo el mismo, pero al menos ya no sudas como un pollo. A Marcos también le gusta. Y ahora que me doy cuenta, no lo veo desde que pedimos la primera copa de ron. Miro el reloj y ya es casi la hora del cierre. Me alegro por él, necesitaba echar un polvo. Tengo unas lagunas increíbles y no sé muy bien qué he hecho aparte de tontear demasiado tiempo con una pelirroja llamada Luisa. Estoy siendo todo lo gracioso que puedo llegar a ser con el objetivo de conseguir los nueve números de su teléfono móvil. Estudia Biológicas, o Geológicas, da igual. Lo importante es que está más borracha que yo y quizá Marcos no sea el único que triunfe hoy. Las luces de colores parpadean y la veo de forma intermitente. Creo que se divierte. No parece muy guapa, pero de noche todos los gatos son pardos. La música sube y todos levantan los brazos aullando. Luisa aprovecha para besarme. Usa demasiada lengua, como todas últimamente. Debe de estar de moda. Una amiga aparece y le susurra algo al oído. Ríen y me dice que tiene que ir al baño. Me quedo bailando solo en la pista circular y parezco idiota. Pasan los minutos y termino acercándome a la barra. No tengo dinero para la última copa. Todavía tengo el sabor de la saliva de Luisa en mi boca. La cortina cae sobre la pecera del pinchadiscos y pienso en lo teatral que resulta todo. Los camareros vacían el local y ya en la calle me arden los ojos. El sol brilla en lo alto y los rayos hieren como bisturís eléctricos. Hay coches de policía estacionados delante del local con las sirenas puestas. No las oigo, los oídos me pitan. Echo un vistazo al suelo y descubro el pavimento regado de vómitos de diferentes densidades. Es hora de volver a casa y no quiero hacerlo solo. Busco el móvil y llamo a Luisa. Salta una voz mecánica: El número marcado no se encuentra disponible. Joder.

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Yo miraba al castillo y me creía Franz Kafka

Esto ya lo he vivido antes. En realidad, tengo la sensación de llevar años sentado en el vestíbulo de la primera planta de la estación de Puerta de Atocha. Desde aquí se accede a la sala hipóstila que acoge quince vías de trenes de media y larga distancia. El de la vía dos será el mío, seguro. Ya me conozco el ritual. Destino: Barcelona Sants. Estoy nervioso y hago que leo el periódico aunque más bien me dedico a espiar al resto de la gente. Una americana de cara rosada está sentada a mi lado y juguetea con su reproductor de música. Lleva una blusa de cuadros y tiene un billete a Pamplona. La cola de la vía seis a Sevilla parece no tener fin. Hay tres teléfonos públicos, el primero está libre. En el segundo, un chaval con pantalones militares y cabeza rapada discute cogiendo el teléfono como si fuese el cuello de su interlocutor. Una chica con gorra de béisbol utiliza el tercero. Se dedica a escuchar mirando el suelo. En mi cabeza se produce una rápida asociación e imagino que es el militar enfadado el que discute con ella a través del teléfono y a un metro de distancia. Él grita más fuerte, dejando claro que sus sentimientos son más importantes que los de ella. Cuelga y da varias zancadas hasta perderse por mi derecha. Ella sigue con el teléfono en la oreja haciendo como que habla y me da pena porque sólo yo sé la verdad. Después de un rato se aleja arrastrando su maleta de ruedas. Me giro hacia la americana, que continúa escuchando música y ahora tiene entre los dedos una inmensa bamba de nata que me hace olvidar todo lo demás. Qué hambre tengo. Abre la boca y se mete todo el dulce de una vez. Tiene los labios manchados de nata pero no le importa. Deglute la bamba sin ningún esfuerzo aparente. Dios mío. La última vez que vi algo así fue a Galactus el comeplanetas. Tampoco nadie se percata de esto y me da rabia. Anuncian la salida del tren con dirección a Barcelona. Se forma la cola frente a la puerta de cristal de la vía dos. Permanezco sentado, inmóvil. No sé por qué no me sorprendo.

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That sacred night where we watched the fireworks

El máximo accionista de una empresa petrolífera de Texas propone al Presidente de los Estados Unidos la explotación de los agujeros negros del espacio exterior. La comunidad científica pone el grito en el cielo y más allá. De tal forma que se convoca una conferencia internacional en el marco de las Naciones Unidas sobre entropía, viajes en el tiempo y recursos ultraterrestres. Los juristas desarrollan los principios de libertad e igualdad de explotación, así como su finalidad pacífica. Los científicos, en cambio, no están de acuerdo en considerar a los agujeros negros como minas espaciales. Los recursos de la Tierra llegan a su fin y el Presidente estadounidense autoriza finalmente la misión. Los héroes son despedidos con banderas y fanfarrias en Cabo Cañaveral. Viajan a la velocidad de la luz mientras en la Tierra nacen y mueren generaciones. El destino está en el centro de la Vía Láctea, un agujero negro supermasivo que mastica fotones de aperitivo. Los astronautas echan a suertes quién será el encargado de aproximarse a la mina y soltar la carga explosiva con la que saldrán volando millones de minerales desconocidos. El elegido es Peter Smith, un ingeniero aeronáutico de Maine reconvertido en minero del espacio para la ocasión. Tiene mujer y dos hijos pecosos. Sale de la nave atado por la cintura por un brazo mecánico capaz de resistir la atracción ejercida por el agujero negro. Avanza dando pequeños pasos sobre la nada. En el interior de su traje se escucha el ritmo de su respiración agitada y sólo piensa en volver con la nave llena de piedras preciosas. Cuando está a varios metros de la mina, da una patada a la carga explosiva y observa cómo la fuerza de atracción hace el resto. Desde la nave, sus compañeros tiran del brazo como si se tratase de la captura de un atún y lo traen de vuelta sano y salvo. Llaman a Houston para decir que no hay problemas, pero nadie contesta al otro lado. Esperan hasta que se produce una explosión sorda acompañada de fuegos artificiales. El agujero negro eructa los cadáveres de siete cosmonautas rusos semidesnudos. No hay resto de piedras preciosas. Regresan a la Tierra y nadie va al desfile de bienvenida en la Quinta Avenida. La revista Time lo califica como el mayor fiasco del siglo XXI. El Presidente sale reelegido gracias a una costosa campaña electoral financiada por el empresario texano. Peter Smith se deja crecer la barba y en la actualidad trabaja en un videoclub los fines de semana.

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Mi propio genocidio

José Alberto decide convertirse en escritor por puras ganas de entretenerse. Un día se harta de leer siempre lo mismo y comunica a su esposa que escribirá la novela más original jamás creada. Está cansado de encontrar idénticas metáforas en diferentes historias, de los perros que pasean a los dueños o del ocurrente comentario sobre las caretas que llevan debajo de las caretas los invitados en una fiesta de carnavales. Huye de cualquier escuela literaria, donde únicamente salen graduados los funcionarios de las palabras. Correctos e inocuos. Viaja a Tokio, ve cómo se oxidan las bicicletas en las aceras de Ámsterdam, escribe en la servilleta de una pizzería de Buenos Aires. Paulatinamente, sufre la rutina de su profesión. Se despierta agobiado con la sensación de tener deberes como cuando era niño e iba al colegio. Bebe whisky de desayuno. Fuma doscientas cajetillas de Marlboro y cuatro de L&M. Prueba las setas, el mate y el valium. La idea de guardar sus escritos en una gaveta y suicidarse no le seduce demasiado. Durante meses escribe de forma enfermiza. Pero todo esto ya ha sido relatado con anterioridad, los cementerios de cada ciudad están llenos de escritores malditos. Se divorcia y fija su residencia en un hotel neoyorquino. Una madrugada, desesperado, termina masturbándose para coger sueño. En el momento del orgasmo le viene a la cabeza una idea jamás contada y la escribe apresurado en un post-it. Empieza a desarrollar la técnica de escritura por masturbación. Semanas después, la cama, las paredes y la moqueta están salpicadas por papelitos amarillos. Los reúne y publica un libro titulado “Mi propio genocidio”. Miles de millones de espermatozoides fueron utilizados en la elaboración de esta novela, ninguno sobrevivió. En sólo un año se traduce a veintitrés idiomas y un productor de Hollywood le da la mano y un cheque en blanco. El día que firma el contrato sale a la calle y huele a gambas y cebolla. Entra en la primera iglesia que ve, se sienta en un banco y da gracias a Dios porque todo ha terminado.

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Paseo en motoconcho

Lo jodido de hacerse mayor es que cada día lo eres un poco más. Subes ahogado las escaleras del Metro, ya no te parece tan ridículo el abrigo de paño negro que te regaló papá y tampoco recuerdas la última vez que escuchaste el primer álbum de Placebo. Con el inevitable advenimiento de los veinticuatro años, he desarrollado la afición por confeccionar listas. Los mayores errores de mi vida o las veces que más he tenido frío. Hoy he estado pensando en el mejor día de mi vida, a miles de kilómetros de aquí. Fue el verano que pasé en República Dominicana. Por la mañana cogí el típico motoconcho, una motocicleta que hace las funciones de taxi, hasta la playa. Qué peligro tienen. Estuvimos cerca de matarnos mil millones de veces. Ya en el muelle, las gaviotas tomaban el sol sobre los botes amarrados y en la cantina de pescadores se servía jugos de papaya y naranja. Tenía un billete para el catamarán con suelo de cristal que daba un paseo turístico entre el cinturón de islotes. El barco era azul y blanco y parecía que se iba a hundir con la primera ola. Era el primer trayecto del día y en cubierta sólo estábamos una familia alemana y yo. Respiré el olor a mar y disfruté el placer de mi primera aventura como adulto. Los rostros de los tripulantes estaban surcados por grietas profundas como resultado de una vida entre aparejos y salitre. El catamarán realizaba pequeñas paradas en cada islote para que pudiésemos hacer fotos. Me di cuenta que había dejado la cámara en la habitación del hotel, al igual que la documentación y el teléfono móvil. Y por primera vez no tuve pánico. Amarramos en la última de las islas, una franja blanca de un kilómetro cuadrado sin rastro de vegetación. Los marineros permanecieron en el catamarán bebiendo cervezas de lata. Los turistas bajamos a tierra firme. Los alemanes se pusieron en bañador y tomaron el sol hasta ponerse rojos. No pregunté el nombre de aquel paraíso desierto, probablemente no tuviese. Pero era perfecto. Me alejé hasta el otro extremo de la isla y me sentí el náufrago de tantos cuentos que leí de pequeño. La orilla estaba llena de conchas y burgados y la arena era fina y virgen. Me desnudé por completo y nadé en el océano. Era como si todo el universo se hubiese reducido hasta convertirse en aquella isla desierta, mi isla desierta. No estuve más de dos horas allí pero fue suficiente. Corrí, salté, grité. Quise hacer fuego con mis manos y escribir gigantes mensajes de socorro con callaos sobre la arena. O convertirme en bucanero e irme de putas a Isla Tortuga. Lo que sea. El mejor día de mi vida por goleada. En el vuelo de regreso a España, me cosí a la ventana para ver mi paraíso a vista de pájaro como si aquello se tratase un documental, y sonreí al encontrarla entre tanto azul mar. Qué lejos parece. Cada día salgo de mi portal madrileño, envuelto en mi bufanda de colores y pensando que cada minuto me hago más viejo. Y cada día busco motoconchos en vez de taxis.

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Because we separate like ripples on a blank shore

Las obras de demolición del viejo estadio comenzaron en octubre. Primero, las excavadoras amarillas fueron rascando el hormigón de la grada sur. Ningún político dio el primer golpe de gracia. Así hasta que una cálida mañana de febrero, el estadio había desaparecido por completo. En su lugar existe actualmente un foso en pendiente de veinte metros de profundidad. Un agujero en el calcetín de Madrid. El foso está vallado por una placa lisa metálica que impide que se caigan los pocos niños que todavía juegan a la pelota en la calle. Un cartel anuncia el presupuesto de la obra e incluye una ilustración del nuevo estadio. Cada mañana, a las siete, tres camiones salen llenos de tierra. Nadie sabe dónde se la llevan. Por la noche, el foco instalado en el cuerpo de la grúa ilumina el fondo del hoyo. Allí abajo asoman semienterradas las calaveras lijadas de falsos mesías de otros tiempos. Los brazos articulados de las máquinas excavadoras descansan clavados en la tierra húmeda. Esta tarde un obrero torpe rompió al finalizar el turno una cañería de la red de alcantarillado y el foso se ha ido llenando de agua a lo largo de la noche. Un cocodrilo africano nada en la superficie, ha entrado por la cañería rota. No encuentra ningún operario de cámara del National Geographic que llevarse a la boca y recorre en círculos su nuevo dominio. Su cola forma pequeñas olas que mueren contra las paredes de tierra. Mientras tanto, allá arriba, el guardia nocturno lee un cómic de la Marvel en el interior del retrete portátil. Observa el foso inundado y descubre al cocodrilo bostezando a la luz del foco. Nadie escucha sus gritos, ni siquiera los borrachos que comen empanadillas de tomate, queso y albahaca en un banco de la acera de enfrente.

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Cumpleaños


Otro año que se va. Los tantos que se fueron
nos dejaron un verbo repetido
con significados diferentes
y el mapa de un tesoro que no está en ningún mapa,
conversaciones lentas y el silencio,
y luces que se apagan y sombras que se encienden,
y el vagar de alma en pena por el alma
de lo que no supimos expresar.

Otro año, mi vida. Y nosotros buscando
la llave que nos cierre la llave del pasado
para estar en el tiempo,
que nunca es el ayer sino el enigma,
que nunca es regresar sino perderse.


Felipe Benítez Reyes

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E onde a sorte há de te levar

Tengo dos sueños recurrentes que se suceden el uno al otro todas las noches. En el primero estoy en la cocina, delante de la pata de jamón ibérico. Suda grasa y las gotas caen sobre el poyo hasta crear un charco. Miro mi mano derecha y está llena de sangre. El cuchillo está en la otra mano. Huele a jamón recién cortado. En el segundo sueño me acuesto con una chica que estaba en mi instituto. La última vez que nos vimos fue en la graduación, ella me deseó suerte en Madrid y yo le hablé al escote. En aquella época me gustaba su amiga, otra chica de clase que se llamaba Natalia. Tenía un piercing en el labio inferior y lo mordisqueaba de forma compulsiva. También hacía otras cosas menos morbosas como escupir entre calada y calada de cigarrillo light, pero no me importaba demasiado. El caso es que jamás había fantaseado con su amiga hasta ahora, que se aparece en mis noches una y otra vez. Me pregunto qué será de ella. Y si existe interpretación válida para mis sueños. En realidad suelo recordarlos si no me pasa nada de interés cuando estoy despierto. Así que algo tendrá que ver esta aburrida etapa de exámenes, leyendo apuntes mientras en el exterior llueve. Es increíble que recuerde hasta la marca de cigarrillos de Natalia, me pregunto si seguirá fumando lo mismo. Sin embargo, no me viene a la cabeza el nombre de la chica con la que sueño constantemente. Los caprichos de la memoria. Ya es madrugada y pronto me encontraré con ella y con la pata de jamón ibérico. Por ahora suena “The next time around” de Little Joy en la radio y me enamoro de la estrofa en portugués. Qué buenas sensaciones produce una canción así, qué ganas de estar alrededor de una hoguera en una de esas noches interminables de verano en las Teresitas. Volvía a casa con arena en los bolsillos y olor a porro en la ropa. Esos días no retenía lo que soñaba después. Y me encantaba. Lo que daría por volver en el tiempo y quedarme atrapado en esa época. Mañana será una fotocopia por las dos caras del día de hoy. Finalmente, recuerdo su nombre. Te encontré, chica de mis sueños. Enciendo el ordenador, lo escribo en Google y no aparece nada. Huele a jamón recién cortado.

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