Archive for septiembre 2008

En tránsito

No me gusta hablar mirando hacia los ojos del psicólogo, realmente no me gusta mirar a nadie. En la sesión de hoy he relatado mis dos últimas obsesiones: una canción de Low y la imagen de una chica caminando descalza de madrugada sobre la acera mojada de la madrileña avenida Reina Victoria. La canción habla de gente durmiendo en el suelo de una fábrica, esperando y cantando. La chica llevaba un vestido negro y estaba empapada pero no le importaba, parecía que aquello era lo mejor que le había sucedido esa noche. No pude decirle nada, tenía que coger un taxi al aeropuerto. Tampoco me gusta que el psicólogo deje de escribir y me mire, pienso que va a levantarse de un momento a otro gritando que no tengo nada y que estoy haciéndole perder el tiempo. Me preguntó qué relación había entre la canción y la chica. Decidí cambiar de tema hablando del bochorno de estos días en Santa Cruz y de la cantidad de antiguas compañeras del instituto que veo embarazadas. A veces pienso que el resto del mundo se detiene cuando no estoy y me sorprendo cuando no es así, es lo malo de tener dos (o tres) vidas a la vez, simplemente estás en tránsito por cada una de ellas. El psicólogo quiso saber si seguía con la medicación. La canción y ella no tienen que ver, por supuesto, sólo son obsesiones instantáneas que se acumulan dentro de mi cabeza. Bienvenida, fantasma de mujer sin zapatos.

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Vida de Cero

Cero es un niño triste, Cero no es un número cualquiera. Cero pide más de lo que ofrece. Cero no tiene amigos cerca y está más solo que la Una. Cero es un cero a la izquierda y a la derecha. Cero no tiene patas, pero suele equivocarse. Cero no habla mucho, tampoco tiene nada importante que decir. Cero está vacío por dentro, su barriga es un agujero negro. Cero no sabe escribir poemas y está enamorado de la distancia. Cuando Cero se enfada, se hace más gordo y horrible. Es fácil decepcionarse con Cero, qué se puede esperar de un número cuya sombra parece una rosquilla tumbada. Cero es un bote de un solo remo en medio de un estanque verde.

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Subidas y bajadas

Se cree que escribimos cuando estamos tristes, lo utilizamos como medio para protestar contra una injusticia..., parece imposible que se pueda escribir siendo feliz. Si estás feliz y todo está en su lugar, simplemente no escribes, es una tarea solitaria y melancólica. Tocar el piano también lo es, y pocos son los que sonríen interpretando melodías con las teclas. Algunos sólo escriben cuando se sienten desgraciados, otros prefieren no revelar si están así y esconden su narrativa y muy pocos son los que escriben como herramienta placentera. Y también están los que mienten. La tristeza y la felicidad son pendientes, sabemos que hay algo más allá. Es algo que ves día a día. La meta siempre es en los dos casos un estado de plenitud absoluta y radiante o una depresión severa. Por eso en las pendientes no somos creativos. Las pendientes son montañas rusas, suben y bajan sin avisar al usuario. Sin embargo, cuando llegas a esa cima/sima, tienes incertidumbre a tu alrededor, no ves qué hay debajo de ti. Tienes miedo si cambia algo, aunque sea lo más mínimo. Ves tiburones bajo la tabla. Y, llegado a este punto, es cuando de verdad tienes que coger una cámara, un bolígrafo o un pincel. Crea. Has tocado fondo o has subido a la cumbre más alta, sobre las nubes. Aquellos que escriben en pendientes sólo sirven como entretenimiento de lectura en el metro, para que oculten las tapas que tienen tu nombre en la portada con papel de periódico y evitar miradas ajenas. Incertidumbre. Ahora mismo estoy allí y no paro de escribir. Más adelante descubriré si es felicidad plena o depresión galopante.

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Pescadores de aviones

Juraría que aquella mañana sonaba una selección de Nick Drake en el hilo musical de la sala VIP de la T-4 de Barajas. Odette leía un periódico francés como quien abre un libro de su infancia y me confesó que aquel lugar le recordaba a María. Bebí un té frío edulcorado por una pastilla de Lexatín, qué nervioso me pone volar. Al otro lado de la sala, entre los mortales, había un grupo de ancianos con prismáticos que no se despegaban del cristal viendo aterrizar y despegar aviones. Cada uno de ellos tenía una libretita donde apuntaban el código del avión y la hora, y luego miraban en unos gruesos libros de dónde venía. Ya los había visto otras veces, se dedican simplemente a eso y siempre llevan una maleta fingiendo que van a viajar cuando en realidad se pasan el día sentados y tomando notas. Estaban separados, pescando aviones y sólo se hablaban por si alguno no había visto bien el número de serie en el fuselaje. Volviendo al interior de la sala, un joven con los pies sobre la mesa intentaba impresionar a su novia diciendo el tipo de modelo de cada avión, este es un A-340, aquel un 757... Me gusta comprar billetes de primera y actuar como alguien que no soy, estar en aquella sala VIP aparentando manejar los hilos del mundo es muy divertido, se lo aseguro. Imagino muchas vidas, todas diferentes. Tienen, no obstante, un aspecto común: no existe ni retazo de mi vida real en ellas. Odette señaló sorprendida que entre los servicios de la sala disponía de ducha en los servicios para algún ejecutivo que necesitara masturbarse antes de viajar a Frankfurt. Miré por enésima vez nuestro vuelo en la pantalla y vi cómo una azafata con cara de llamarse María salía del servicio con los tacones en la mano, saludó al vacío como si reconociese a alguien, dio varios pasos haciendo eses, aterrizó sobre una mesa de cristal y se rompió en mil pedazos.

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Travelling

El estudiante mira la primera página de los manuales de Derecho y consulta el reloj. Tendría que haberlos devuelto ayer a la biblioteca de la Facultad. Junto a los libros, el portátil reproduce discos uno tras otro. Delante del estudiante, la persiana bajada y un teléfono de pared descolgado. Unos centímetros más arriba, aparece la estantería llena de libros que están apoyados en una botella semivacía de cava. Mediante un giro dramático de ciento ochenta grados nos situamos sobre los cabellos del estudiante, hundidos en el respaldo de la silla. Detrás de él, las pelotas de malabares están dispersas por el suelo esperando a que alguien juegue al billar con ellas. Una, la verde, roza la manta de verano que cubre la cama. Sobre ella, una joven prostituta se lleva los brazos hacia la espalda con la intención de desabrocharse el sujetador. Ella es Séptimo Cielo.

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Madriguera de conejos

Muchos años después, el conejo blanco de Alicia se le apareció de madrugada llevando chaqueta, chaleco y las prisas por norma. Ella murmuraba una pesadilla, tenía fiebre y el conejo miró su reloj antes de entrar decidido por la oreja izquierda de la niña. Se deslizó por el cartílago haciendo espirales hasta entrar en el conducto auditivo externo convertido aquella noche en un agujero de gusano con el que viajar en el tiempo. Reptó por el interior del oído intentando no mancharse la chaqueta de cera, el tímpano estaba totalmente perforado y al otro lado encontró un anciano barbudo que golpeaba el martillo sobre el yunque como si de una fragua se tratase. El conejo blanco maldijo el llegar todavía más tarde, el viaje de un extremo a otro de la realidad producía esta inadecuada dilatación en el tiempo. Tomó el camino del nervio auditivo hasta el centro del cerebro de Alicia. La diferencia de presión cada vez era mayor, se comparó con un astronauta dentro de una gigantesca escafandra a punto de estallar. Avanzando sobre la corteza encontró por etapas la historia de los hombres, desde Adán y Eva subidos a unos árboles del Edén lanzándose manzanas como proyectiles hasta el público de un musical de Broadway aplaudiendo a rabiar. El conejo blanco instaló su habitación en uno de los pliegues del cerebro y el tic-tac de su reloj palpitó una y otra vez dentro de la cabeza de Alicia como una migraña de repetición incurable.

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graci-as

La culpa es de las clases de matemáticas de la escuela. Te pasabas la hora mirando el reloj situado sobre la pizarra y deseabas que el segundero avanzase más rápido hasta que llegase la hora del recreo, el bocadillo de chorizo, el partido de fútbol con una pelota de tenis y dos jerséis a modo de postes. Luego todo se aceleró: vinieron las primeras parejas en clase, las tardes en los recreativos, la primera película porno en casa de A., los vodka-naranja de los bares laguneros, y aún más rápido el vuelo de las siete y cuarto a Madrid, una habitación individual de colegio mayor, enamorarse y coger miles de trenes para reunirse con ella, sacar una carrera universitaria donde cinco años parecen cien metros lisos… Y un día tu cabeza gira más rápido que las manecillas de aquel reloj de la escuela y no eres tan mayor como creías para controlarlo todo. Me perdí y no sé cómo. Estos últimos días mis padres han venido a visitarme y la cabeza va por fin sincronizada con el reloj, he vuelto a disfrutar de la tranquilidad que me aporta mamá cogiéndome de la mano o escuchar a papá sus historias de pescadores que les quitan los ojos al pescado para después bañarlos en sal y chuparlos como si fuesen caramelos. He vuelto a disfrutar paseando sin importarme mujeres, estudios, planes de un futuro improbable… He vuelto, en definitiva.

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Purify the colors, purify my mind

Que las letras se mezclasen creando formas caprichosas sobre las hojas de los apuntes no resultó extraño al estudiante; más tarde apareció el aura en technicolor, esa luz coloreada que antecede a la migraña. Ejecutó entonces los pasos del ritual repetido una y otra vez a lo largo de su vida: se cambió de ropa para acercarse a las urgencias del centro más cercano, tuvo las náuseas acostumbradas ya en la calle y la cabeza empezó a hacer piruetas como una patinadora rusa sobre hielo. En la entrada de urgencias le esperaría el impreso de consentimiento informado y allí estaba. Lo firmó y una enfermera dominicana de culo flanero le acompañó al pabellón de urgencias a pesar de saberse el trayecto de memoria. Pidió el cóctel habitual de medicamentos al hombre de bata que supuso que sería el médico. Le inyectaron las drogas químicas en una vía del brazo derecho y observó maravillado el trayecto de las gotas a través del tubo transparente, consiguiendo salvar el peaje formado por un mecanismo de llaves de plástico y por fin entrar al torrente sanguíneo. La enfermera dominicana le dijo que intentase dormir y así lo hizo. Al poco tiempo llegó una mujer tapándose el rostro con las manos que ocupó la segunda camilla de la sala de urgencias, la enfermera pasó una cortinilla verde de separación y volvió a aparecer el hombre de la bata con el mismo gesto preocupado de antes. El estudiante hizo volar su imaginación y pensó que la paciente era una detective privada que realizaba felaciones a sus fuentes a cambio de información valiosa para cada caso. La realidad fue mucho más simple: la mujer es alérgica al chorizo y aun sabiendo que una rodaja produciría la reacción, le dio un antojo propio de embarazo y terminó con las existencias del embutido ibérico que guardaba en la nevera para los bocadillos de los críos. El estudiante sonrió con los ojos cerrados y reflexionó sobre las contradicciones de la vida, en el dolor y el placer y en todo lo demás. Horas después la cabeza dejó de darle vueltas y salió del hospital leyendo los resultados del análisis de sangre. Tengo algo bajo el potasio, pensó.

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La última cena

La señorita Wang no necesitó de grabadora para memorizar el discurso de despedida y rechazo que recitaba su pareja desde el otro lado del teléfono, el final de una historia que no tenía que haber empezado. Agarró con las dos manos el auricular y pidió una última cena en el restaurante de siempre. Todavía con el teléfono pegado a la oreja, estuvo un rato escuchando los tonos graves y mecánicos que le indicaban que no había nadie al otro lado. Realizó un sencillo truco de magia para viajar a través de los agujeros del auricular hasta caer sentada en una mesa para dos del italiano donde se conocieron. No tuvo que levantar las cejas al camarero para que le sirvieran una botella de lambrusco seco, que descorchó mientras esperaba a su ejecutor. La señorita Wang, intérprete y traductora de chino, posee la capacidad para memorizar discursos de quince minutos para después repetir palabra por palabra aquello que el orador de la conferencia correspondiente habría querido decir en otro idioma. Él llegó puntual y la saludó con una mano entre las piernas de Wang, quizá por los viejos tiempos. Ella esperó al intermedio entre el carpaccio y el segundo plato para reproducir la sentencia de la relación escuchada por teléfono, esta vez en chino. Lo besó en la frente y dejó la servilleta sobre la mesa. Ya en la calle, pensó en convertirse en mariposa junto al enorme contenedor de reciclaje de vidrio. Golpeó como si fuese un balón una de las bolsas que estaban en la acera y el sonido de botellas rompiéndose llenó el silencio de la madrugada.

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Tiernos maullidos eléctricos

El profesor de literatura ve su reflejo en el espejo del despacho y piensa que su mujer lleva razón, tiene electrodos distribuidos por el tórax descubierto conectados al monitor Holter de la cintura y ciertamente se asemeja a un mártir dispuesto a inmolarse en cualquier momento. Sobre la mesa, un vaso de whisky de doce años y varias columnas de exámenes esperando ser corregidos. Este septiembre volvió a preguntar el segundo acto de Hamlet como todos los septiembres aunque el número de suspensos también será constante. El portátil está encendido y tiene abierta la página de Wikipedia referente al Síndrome de Brugada. El profesor ha pasado la tarde leyendo todo tipo de cardiopatías y está convencido de que se encuentra ante la ganadora, no necesita esperar a los resultados de la prueba. Respira con la boca abierta, está empezando a tener un ataque de pánico. Se gira hacia la ventana y clava la mirada en una nube con forma de magdalena aplastada y desea con todas sus fuerzas convertirse en Fred Astaire en aquella película donde bailaba por el techo. Un truco de cinematografía, una caja mágica en la que el actor parece que mueve los pies pero está quieto y son las paredes las que giran alrededor de él a modo de sistema solar. Poco a poco la mesa y el suelo se convertirían en pared derecha, y la pared izquierda con el daguerrotipo encuadernado de Poe pasaría a ser el nuevo suelo. Gracias a este giro tendría la ventana bajo sus pies y ya podría arrancar la pelusa de las nubes como hacía de pequeño cuando se enfadaba mucho, se ponía rojo y dejaba de respirar.

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El día de la marmota

Muchas veces creo que vivo el mismo día una y otra vez. No me refiero a simple rutina, sino que siempre me encuentro con las mismas personas en la guagua de la línea F, mantengo conversaciones repetitivas con mamá por teléfono después del telediario de la noche, todos los días suena "See these bones" de Nada Surf en el hilo musical del supermercado, la misma monja en la cabina de teléfono cada domingo por la mañana cuando bajo a comprar la barra de pan llevando los pantalones cortos de los domingos. Ayer ella estaba en su puesto a la hora que le correspondía vestida con su hábito de salesa. El convento está al otro lado de la calle, junto al parque. Mientras esperaba a que se pusiera en verde para los peatones y piasen los pájaros mecánicos del semáforo, me pregunté a quién llamará cada domingo. Su madre de verdad, no la Superiora. El chico con el que se besó en la adolescencia pero que no fue suficiente para que dejara los hábitos y que ahora trabaja friendo calamares en un bar de la Plaza Mayor. O por qué no, Dios. Una conexión directa en vez de los rezos de los feligreses que se quedan suspendidos en el interior de las iglesias y no van a ninguna parte. Sonreí divertido pensando en las tarifas divinas por ese tipo de llamadas. El semáforo se puso en verde y piaron los pájaros como de costumbre. La barra de pan costaba 0.45, llevaba el dinero justo y me dije subiendo en el ascensor que tenía que estudiar en serio de una maldita vez.

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