Archive for octubre 2009

Preguntas retóricas, nadie irá a Belén

"¿Has leído Moby Dick? Trata del capitalismo del siglo XIX, el nacimiento de las pequeñas sociedades. El problema del siglo XXI es que no hay ballena, ni siquiera hay viaje". El que habla es Jan, el rubísimo estudiante alemán con el que comparto piso. Estudia Filosofía y tiene más años de los que quisiera. El resto del discurso lo hace en su lengua materna. Los alemanes hablan demasiado rápido y pienso que los años de academia fueron una gran pérdida de tiempo. Me siento aturdido, como cuando sales del cine, de la sesión matinal y afuera es de día, la gente corre de un lado a otro y no entiendes nada. Le respondo que está loco, eso se lo digo en castellano. Jan se ríe y detiene su mirada en la estantería de libros de mi cuarto. Me siento desnudo, como si cada uno de esos volúmenes dijese una verdad absoluta sobre mí. Esos secretos que no contaría a nadie, ni aunque me torturasen. En la primera balda los libros están amontonados. Las baldas inferiores están divididas en dos grandes materias, si son libros jurídicos o ficción. A Jan le hace gracia que la primera esté desordenada y cree que es una representación de mi cabeza. Lo que él no sabe es que están puestos así para hacer ver a los demás que tengo muchos libros. Aparentar, que se dice. Esto último es aplicable a cualquiera de mis acciones, soy como los italianos que hablan de verduras como si tratasen de Kant. Se produce un gran estruendo y miramos por la ventana. Llega una vieja furgoneta "Volkswagen" de colores. El ruido del tubo de escape me hace recordar a la tía Pilar, que se agarraba el rosario cada vez que iba paseando y un coche se acercaba por detrás. La pobre ganó hace veinte años la Primitiva y siempre creyó que alguien le robaría el dinero.

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Lo que no cura mata

Intentaría ser sincero conmigo mismo, pero hoy no es el mejor momento para ello. Dirás que me escondo en que ninguna noche sea la indicada, pero te aseguro que no podría salir una palabra cierta de entre mis labios. Llevo demasiado tiempo mintiendo. Y hay hábitos difíciles de desprenderse de uno.
Sí, lo confieso. Soy un mentiroso por norma, y si eres descuidado ya te habré colado detalles sin que lo hayas notado. A ti te da igual, estás leyendo algo que ha sido escrito en otro contexto y no entiendes nada, pero para mí esto tiene un valor incalculable. Cuando tú leas esto yo no estaré allí para contártelo a tu lado, así que tienes permiso para inventarte la película que quieras y yo seré bueno o malo a tu merced. De Silvestre a Piolín en menos de un segundo.
Hago demasiadas preguntas, lo siento. Es mi necesidad de hablar. Acabas hablando con cualquier cosa y claro, acabas loco como querían. Al final me gustará. Sabores adquiridos, como el vino y el café. Más de lo mismo. Cafeína para no descansar, cerveza para convencerte de que aquella chica pretende acostarse contigo, Hay personas que admiran el vino como si fuese una obra italiana del Renacimiento, y luego dicen que todos los desviados están bajo llave. A mí me tocó por simple estadística, demasiados hermanos y uno tenía que quedarse con el papel de oveja negra. Te hablé del chico del hacha, es mi vecino y me gusta jugar con él al ajedrez. Es tan placentero dejarse ganar. Piénsalo. Podría ganarte si quisiera. Sólo tengo que mover esto y estás muerto, el poder absoluto. Y en cambio decides mover en falso, volver a caer y fingir la sonrisa de teatro diciendo que la próxima vez será diferente. No quiero vencerlo, en realidad. Ni tiene que ver con mi miedo a despertarme un día con un hacha peinándome el cráneo, sino que me gusta perder. Ser Silvestre es divertido. A veces hay que dejar que los buenos se lleven la victoria.
(...)
Me quedaría a vivir aquí si no fuera por esta sensación continua de vigilancia que me persigue a cada instante. No puedo levantarme de la cama sin ser aprobado o verificado por algún monitor y debo tener especial cuidado con actuar como se espera de mí. Nueve en punto de la mañana, hora de gritar. Once y media, golpearse contra la almohada. Ni un minuto más, no vaya a ser que crean que cada día estás más loco. Y hay que salir de aquí de cualquier forma. No, mentira. No quiero salir de aquí. Es una mierda, pero estoy seguro. No pretendo dar la impresión de estar desesperado, esto no va de gritos de socorro. Los barcos están en puerto y todo está bajo control.
He gastado la mañana en calcar el perfil de los edificios que se ven desde mi ventana sobre el cristal con tinta indeleble mientras allá abajo, en la boca del metro, una mujer intentaba vender un hueso de jamón a los que se aventuraban a viajar por los intestinos de la ciudad.
(...)
He perdido el hilo de nuevo, para ti es un salto de línea, pero para mí han pasado horas en este infierno. ¿Sigues? Bien.

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20 times I wish you’d understand

En la fiesta de anoche, me estuve divirtiendo como nunca. Y no tenía motivos para sentirme así, no era el cumpleaños de ninguno, ni una fiesta de Erasmus de esas en las que ocurre cualquier cosa. Estábamos todos, eso sí. Que ya es rara la vez que coincidamos una noche. Di tantos apretones de mano y tantos besos en las mejillas que creí que no había absolutamente nadie en ese apartamento que no conociese. Había buena música y las botellas de alcohol estaban dispuestas sobre el pollo de la cocina a modo de barra libre. Mi marca favorita de whisky. Sabía que me iba a divertir. Al principio me dediqué a pasear por el apartamento, observando a las chicas que habían venido. Me pregunté qué expectativas tendría cada una y si alguna tendría las hormonas en el cielo. Estaba Cristina y me sentí eufórico. En una fiesta, como en cualquier escenario, hay roles que debemos cumplir escrupulosamente, salvo que a alguno le dé por beber tanto que mande el guión a hacer puñetas. Siempre hay una chica que necesita ser el centro de atención y baila con cualquiera. Esa chica suele vestir de rojo. Todos acabamos deseando su generoso escote pero nadie termina en su cama, o en su coche. También está su antagonista, que es el chico aburrido que se aparta del centro y se apoya en las paredes para camuflarse. Más de una vez me ha tocado ese rol y he de decir que lo bordo. Está el que llega borracho a la fiesta y el que sólo bebe agua. Están las guapas y las feas, que están encasilladas. Las guapas son cortantes, no permiten que les digas nada. Parece que tienen cuchillos en vez de brazos. Ayer me tocó ser el jefe de filas y no me lo esperaba. Si hablaba con alguien, al rato varios nos rodeaban formando un círculo y se adherían a la conversación. Estuve tan ocupado que pasaba mucho rato entre que me servía una copa y otra, así que no terminé de emborracharme. Quise acercarme a Cristina varias veces pero no encontré el momento adecuado. Había un chico en la cocina fumando y haciéndose el misterioso, como si le diese igual estar allí, en un zoológico o durmiendo. Las botellas se fueron vaciando y la cola para ir al baño cada vez era más larga. Cuando volví al salón, habían formado una conga y no me quise unir. Tuve esos minutos donde te pones a pensar qué estás haciendo con tu vida y me puse algo triste. Pensé en volverme a casa, que es lo que hago normalmente. Sin embargo, busqué a Cristina con la mirada. Estaba rodeada de amigas, tan coquetas como ella. Si un día me dirige la palabra, me evaporo. El maquillaje de varias de ellas ya no era tan perfecto como al principio y supe que sería imposible acercarme a ella sin que se diesen cuenta las demás. Y que tampoco miraría en mi dirección porque me tapaba una gorda con hombros de nadadora holandesa. Me dediqué a observar la conga con curiosidad antropológica mientras me decía que debería quitármela de la cabeza, y que no era para tanto. Eché un vistazo por última vez a lo poco que se adivinaba de Cristina entre el círculo de chicas y me fijé en sus brazos. Eran afilados.

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Cuando no estás aquí

Cuando no estás aquí, la casa se convierte en selva amazónica para mí. Los muebles se hacen más grandes, las paredes se oscurecen y el pasillo se alarga como si todo fuese parte de una alucinación orquestada. Ellos también perciben tu falta. Me refugio en el balcón, el único lugar que no se transforma. Fumo un cigarrillo tras otro y miro el interior de la casa, a las tierras sin colonizar. Y siento miedo, ese tipo de miedo que sentía cuando era pequeño y me pasaba las tardes mirando por la ventana hasta que mis padres volvían de trabajar. Entonces no fumaba y tenía más pelo sobre la cabeza. Algunos problemas menos, también. Otro recuerdo que conservo es ponerme el enorme albornoz de papá al salir de la ducha y secarme la cabeza con las mangas. Tonterías. No tiene sentido tener miedo a estas alturas, pero ahí está. Cuando no estás aquí, me importa poco que regreses en horas o días. La casa me rechaza, soy un desconocido para ella y a mí nunca se me ha dado bien romper el hielo. Y luego volverás y pensarás que qué tonto soy y que los muebles no pueden cambiar de forma ni crujir a su antojo para asustarme. Pero lo hacen. La casa sabe que estoy aquí por ti y se pone celosa. Al menos en el balcón puedo pasar las horas muertas fumando y aprovecho para repetirme que no hay nadie más, que cómo iban a entrar a robar precisamente hoy y que ese ruido no viene de la cocina. Es increíble la sinfonía melódica que produce la nevera de madrugada. No te lo puedes ni imaginar. Cuando no estás aquí me siento un niño pequeño que no tiene que hacer la cama cada día. Puedo comer y dormir a las horas que me dé la gana. Soy aún más desordenado y tristón. Quizá el que se oscurece soy yo y no los muebles. Y que mi miedo no sea a un ladrón que entre por la puerta, sino a algo más. No sé. Lo único que tengo claro es que no me gusto sin ti.

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3ª Transfiguración / Te espiaré todas las noches

Lo primero que hago al llegar al piso es abrir la llave de paso del agua, dejar las maletas sobre el parqué y mover la cama de sitio. Ahora duermo bajo la ventana, si hay un incendio puedo escaparme con un movimiento evasivo en busca de las cajas de cartón que se amontonan en el patio interior, cuatro plantas más abajo. Son las tantas de la madrugada y sigo despierto, nada extraño. En el edificio de enfrente hay varias luces encendidas, los pisos de otros insomnes profesionales. Cuando no puedes dormir entras en una pequeña sociedad, salir a pasear a estas horas significa encontrarte con otro sujeto en la misma situación que tú y se produce una mirada de complicidad. Otros aprovechan la madrugada para cualquier tarea. María, por ejemplo, tiende la ropa en el tendedero exterior de su salita, del que cuelgan discos compactos para cegar a las palomas. Esta es su octava colada del día. Inés, dos pisos más arriba, es una anciana que ve la televisión mientras plancha junto a la ventana. Alisa la ropa de manera compulsiva entre comentarios hacia lo que ve, y su rostro se ilumina dependiendo del cambio de escena en la pantalla. Y pienso que María e Inés son dos venerables ancianas dedicadas a la limpieza y planchado de la ropa de los pisos de estudiantes del barrio. Esta es otra de mis manías: siempre creo que está todo relacionado y que el universo tiene sentido. En cambio, la del séptimo tiene la luz apagada. Se trata de la mayor insomne del universo, una china que vive sola y acostumbra a pasearse desnuda por la casa. La tengo grabada a fuego en mi mente y en mi cámara digital. De pronto, se quiebra el silencio. Un estallido de vidrio roto va seguido de los ladridos de los perros que dormían en sus balcones. Recuerdo las bolsas de basura que dejé en la entrada y me pongo unas zapatillas para bajarlas. Ya en la acera me cruzo con la chica oriental que marcha llorosa hacia su portal. Le sigo con las bolsas todavía en la mano, ella entra y sólo puedo mirar su nombre en el portero automático. Wang. Al mismo tiempo, el camión de la limpieza de las calles va tragando las hojas caídas hacia su estómago y despide un chorro de agua fría sobre la acera que me alcanza los pies. Regreso a la Edad de Hielo.

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We took the backseat, everyone was happy

Me cuesta horrores iniciar una conversación. Cuando no se me ocurre nada, hablo de los sueños que tengo. Eso es el último recurso, porque es muy complicado describirlo. Me da la sensación de que sólo tiene sentido dentro de mi cabeza. Además, todo el mundo sabe que a nadie le importa los sueños de otro. Aún así, llevaba varios segundos de silencio frente a Patricia en el restaurante asiático y no se me ocurrió nada mejor para romper el hielo. Hay que vencer la timidez y parecer alguien interesante. Empecé a contarle el sueño de anoche mientras ella se iba zampando el plato de sopa con vermicelli. Patricia no se esforzó en disimular su desinterés y me pareció lógico. Es una tontería hablar de los sueños de uno mismo. Qué más dará. Arranqué con voz temblorosa: anoche soñé con animales. Y ya no pude parar. Le hablé del jardín de jirafas que había en mi casa, de las reformas en el parque zoológico que obligaban a que los vecinos tuviésemos que adoptar algún animal. A mi padre le dieron la pareja de jirafas africanas, que sufrían de cervicalgia crónica. Se metían por las ventanas de la casa, silbando canciones de los años ochenta a todas horas. Esto le hizo gracia a Patricia y sonrió por primera vez en toda la cita. Supe que volvería a casa solo y también me pareció lógico. Así fue. Después el sueño daba un salto y me veía a mí mismo corriendo entre la muchedumbre por una avenida de ocho carriles. Huíamos de algo, pero no sabía de qué. Llovían papeles de colores desde los balcones. Las naves despegaban desde el cosmódromo a golpe de bendición ortodoxa. A lo lejos quedaban las jirafas de mi jardín y una mordía a la otra. Pero no tenían cuerpo ni patas, eran sólo dos cuellos larguísimos incrustados en el asfalto. Y aquí venía lo mejor, pero Patricia interrumpió el glorioso final preguntando si pediríamos postre. Le dije que sí. Que vale.

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Mundos paralelos

Hay un local en el Born que suelo recomendar a los turistas. Se trata de un bar de copas con encanto con decoración retro que hace viajar a la Nueva York de los años 60. No lo busquen en ninguna guía. Tiene un gran espejo rectangular con el azogue purulento, las paredes pintadas en amarillo y muebles color durazno claro. Cócteles con o sin alcohol a seis euros, pinta de cerveza a tres. Descubrí el bar por casualidad, callejeando por el laberinto del Born. El dueño se llama Sebastián, decidle que vais de mi parte. Lo sorprendente del local es que no suena música. Jamás. Uno entra con la cabeza gacha, y si tiene suerte, podrá sentarse en una de las mesas. Pide la bebida a la camarera rubia y espía al resto del local. Es entonces cuando se da cuenta de que no hay música y que a nadie parece importarle. Los grupos de amigos hablan bajo en círculo, las parejas se susurran confidencias al oído. Además, en cada mesa hay un manual de física cuántica con las páginas cuarteadas. Esto es también idea de Sebastián, que vigila desde la barra. Junto a la barra hay una pila de agua bendita donde los fieles se santiguan. Un día, un joven surfero puso su tabla encima de la pila y a todos nos hizo gracia. La última vez que fui, estuve acompañado por un buen amigo. Él es otro escritor fracasado, alcohólico con honores. Se habló poco de literatura y mucho del manido cambio climático y de Plutón, el planeta que dejó de serlo. Últimamente me obsesionan las cosas que ya no son. Un sentido en la vuelta del tiempo. No creo que experimenten las mismas sensaciones que yo, pero al menos conocerán un local con encanto. Y a Sebastián. Allí viajo sin necesidad de drogas ni tarjetas de embarque. El silencio, el sabor del alcohol en la boca, el espejo rectangular por donde se llega a otros mundos paralelos.

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