Archive for diciembre 2008

Un viaje sin tiempo

No estoy seguro cuándo descubrí lo que era la DMT. Creo que fue en los sucios baños de la sala Macumba, o quizá leyendo una entrevista del batería de Tool en la que enumeraba sus drogas favoritas. De-eme-te. No tenía idea de qué era eso pero sabía que lo debía probar. Echaba de menos estar en Tenerife para bajar las escaleritas de acceso al Parque de La Granja y encontrarme al Químico tomando el sol tumbado en el césped. El Químico es el mejor camello de Santa Cruz, no te hablo del típico desgraciado que te vendería caballo mezclado con aspirina pulverizada. Es la maldita Wikipedia de las drogas. De pequeño su viejo lo enseñaba a liar porros en vez de regalarle una guitarra eléctrica. Años después se convirtió en nuestro chamán, el especialista en los viajes astrales de los niños perdidos de la isla. Cuando lo vi, estaba desayunando un bol de cereales en medio del parque, rodeado por los chavales que se dedican a vender la mercancía en los institutos del barrio, allí donde todos empezamos a pillar. Le susurré de-eme-te al oído y abrió los ojos como el padre que descubre que su hijo se ha hecho mayor. Me señaló que volviese en un par de días y esperé impaciente matando el tiempo en el Hiperdino, mirando el culo de las niñas de doce años. Esta mañana fui a por el Químico y me dio lo mío. Hablamos sobre mis noches en Madrid, me dijo que me veía con buen aspecto y nos dimos un abrazo. Volví a casa y me encerré en el cuarto, estuve viendo algo de porno en el ordenador y después saqué la droga que guardaba en los vaqueros. Aspiré el polvillo blanco de la felicidad. Bienvenida a mi organismo, señorita DMT. Me sentí pionero a punto de descubrir nuevos mundos. Lo primero que advertí fue el aumento del ritmo cardíaco de forma constante y de pronto empezó el viaje alucinógeno. Era como si la parte superior de mi cabeza se despegase y salió otra persona idéntica a mí del interior de mi cerebro. Parecía un truco del Houdini de los mejores tiempos y estudié los movimientos de mi nuevo compañero de habitación. Me habló, pero de su boca sólo salieron notas musicales. Le acompañé moviendo los pies al ritmo de la canción. Después cogió el teléfono y empezó a marcar el número de mi ex. 665…. Entendí que era la cantidad de kilómetros que nos separaban. El teléfono se fundió en su mano. Entonces todo se deshizo y a mi alrededor no había absolutamente nada, me encontraba en un espacio abierto donde no llegaba a distinguir el horizonte y sentía un enorme peso sobre los hombros. El viaje sin tiempo fue rápido y el otro volvió a refugiarse en el fondo de mi cabeza. Pensé en llamar al Químico para contarle la experiencia, o llamar a mi ex y hacerle ver que no encontrará a nadie que la trate mejor que yo. Al final decidí bajar al Hiperdino, en busca de lolitas dentro de mi nueva faceta de pervertido público. No está mal la DMT. Así que de esto hablaban en los baños de la Macumba, o quizá fue el batería de Tool…

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Feliz daño nuevo

Tengo un gran aprecio por estas fiestas. Los mejores polvos del año suceden en esta última semana, y la noche del veinticuatro y del treinta y uno son perfectas para cazar a las piezas más débiles de la manada. Un año más y un año menos, muchas mujeres actúan como si se tratase de la boda de su mejor amiga de la infancia y buscan un compañero de cama que simbolice el inicio de una nueva etapa llena de buenos propósitos. O por no tener nada mejor, y al fin y al cabo todas las fiestas son lo mismo. Una Nochevieja más, abrazos en Sol tras la docena de uvas de rigor y se brinda en copas de plástico. El resto lo celebra en el calor del hogar, y mientras la abuela da cuenta de un polvorón de marca blanca, el chaval de la casa sale a la ventana a tirar voladores. Y allí me descubre, fumando en la esquina bajo el rótulo apagado de la oficina bancaria. Observa también los coches que van a escasa velocidad hacia ninguna parte. No se pregunta qué hacen allí, pero llevan dando vueltas desde antes de que doblasen las campanas de Sol. Nadie los espera. Estas son mis presas. Son las sillas vacías en la cena de cada familia y ya desfilan ante mí como una pasarela de maniquíes rotos. Al mismo tiempo, en el bulevar de Reina Victoria, los mendigos forman un círculo alrededor de un contenedor de papel ardiendo y acercan sus manos al fuego. Espero apoyado en el semáforo, bebiendo un roncola como una puta de Montera. "Para que una navidad sea bonita, tienes que estar tú", reza un estúpido anuncio en la marquesina de la boca del Metro. Y yo no, digo en voz alta. Dentro de unos minutos la calle se llenará de gente feliz gritando, así que hay poco tiempo. Un coche se detiene y baja la ventanilla. Reconozco a la silla vacía: se trata de una ecuatoriana que trabaja en el Rodilla donde desayuno la tostada de tomate y zumo de lunes a viernes. Me mira e indica con un movimiento de cabeza que suba al coche. Las sillas vacías no son muy habladoras y tampoco hace falta. Siempre es la misma historia con diferentes nombres de mujer y Madrid es el peor lugar en el que pasar sola la Nochevieja. Me susurra que no quiere ir a su piso. Le indico cómo llegar al aparcamiento de las Facultades de Letras de Ciudad Universitaria. Ella sintoniza la radio latina y follamos a ritmo de bachata. Cuando parece que está a punto de llegar al orgasmo, pone sus manos sobre mi cara y me tapa los ojos. Huelen al relleno del sándwich de atún, queso, nueces y oporto; y no puedo parar de reír hasta que terminamos a la vez.

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Dictador de gaveta

Situamos la acción en un diminuto Estado al sur de la desértica Exopotamia. Veinte años atrás, un general entró a caballo en el parlamento un Domingo de Resurrección y disolvió el gobierno a golpe de espuela. Nadie protestó desde los escaños vacíos. Quién quiere tener enemigos, solía decir el dictador. Y así fue, acabaron enterrados en las dunas del desierto. Cuando no quedaron enemigos, los siguientes en perder la vida fueron los indiferentes ante el nuevo régimen. Durante la celebración de la década de paz, encargó a un escritor sus memorias y este realizó un monográfico de quinientas páginas sobre las que cabalgaba el general flanqueado por sus hombres más bravos y fieles. El dictador leyó la obra y se preguntó si así sería recordado. El sueño del poder absoluto hizo que acabase con la vida de todos los militares a su mando, uno por uno. La novela fue encerrada bajo llave en la primera gaveta del despacho del escritor. El general murió en la cama y el pueblo superviviente apoyó el siguiente régimen con idéntico fervor que el anterior. Actualmente el escritor firma artículos de opinión bajo pseudónimo. Mientras tanto, en el interior de la gaveta de su despacho, el general cabalga exterminando al resto de los personajes hasta teñir las páginas de rojo. Ya está solo, no hay enemigos a la vista. Hace días que el editor no recibe las columnas del escritor. Nadie sabe dónde está. La asistenta Gladys irrumpe como un torbellino en el despacho y observa una taza de tisana fría encima del escritorio. La primera gaveta está abierta y hay gotas de sangre salpicando el parqué.

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Literatura de embarque

Tengo miedo a volar. Me refiero al momento de despegue, ese minuto y medio interminable de absoluta vulnerabilidad: una fuerte racha de viento y no habría tiempo ni para repartir los caramelos de bienvenida. El resto lo llevo mejor, incluso puedo disfrutar el aterrizaje pero en este preciso instante, esperando al anuncio del embarque del vuelo, no dejo de pensar en ruedas separándose del asfalto.
El vuelo de las siete y cuarto de la mañana a Madrid es terrible, se mezclan las noticias de ayer con las de hoy en los periódicos abandonados sobre los asientos de la sala de embarque. Y la farmacia está cerrada, así que no hay drogas para el sueño. A través de la ventana poco se puede distinguir aparte de la neblina lagunera, quizá algún turista que lleva en su cabeza un enorme sombrero mejicano como recuerdo de su estancia en las Islas. El taxi que vomita un hombre cargado de equipaje frente a la terminal del aeropuerto de Los Rodeos, recoge dos metros más adelante a un recién llegado al que llevará al mismo hotel de tres estrellas y campo de golf desde el que trajo al primer cliente.
Lo mejor de este continuo desfile de idas y venidas es lo que se queda aquí, las tiendas del aeropuerto llenas de gigantescas barras de chocolate suizo, el tabaco para los despistados de última hora y la botella de ron canario que en Madrid no se encuentra. Estuve por coger una sopa de letras, pero me imaginé los bomberos estudiando mis cenizas tras el accidente de aviación, aferrado a los pasatiempos y me pareció ridículo. Elegí entonces algo de literatura de embarque, un libro gordo acerca de un abogado penalista que investiga unos restos arqueológicos y la KGB le sigue sus pasos. No necesito más, entretenimiento sin pretensiones aderezado con cortas y pegas de aquí y de allá. En la cola para atravesar el detector de metal, observo que una mujer lleva el mismo libro y de pronto viene a mi mente el abuelo Julián, que se quedó adherido a las puertas como el Hombre Araña por culpa de la bala en la cabeza que se trajo de la Batalla del Ebro. La mujer del libro hace cola en la puerta de embarque de mi vuelo, se la ve tan frágil que pienso que se romperá al más mínimo golpe.
A través de una rápida elipsis aparezco ahora en el asiento 15C, pasillo. Como sospechaba, la mujer está en primera clase y yo tengo de compañía una pareja de ancianos y es la primera vez que ella vuela. No soltará la mano de su marido y yo no abro mi libro de embarque. Ya empieza a acelerar el avión sobre la pista y me aseguro que el miedo de despegar es el mismo aquí que ante el primer folio en blanco de una novela, luego lo demás sale por su propia inercia. Pienso en las estadísticas de accidentes de aviones y no da resultado, pruebo entonces con la vieja anécdota de las mujeres que en el aterrizaje juntan sus piernas haciendo fuerza para experimentar la pequeña muerte con disimulo, y tampoco. Empezar por el principio sería aburrido, incluso por el cómo llegó Ana a mi vida... Después de quedarme satisfecho con el rostro de rutina de la azafata, ultimo que la mujer del libro tiene gemelas: Marcela y Vicenta. Y despegamos.

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This is very beautiful. They may all be my bunnies

El observador sale de la boca del Metro y escucha de fondo la sirena de una ambulancia. Son las tres menos cuarto. Inicia su paseo por la primera parte de la calle Fuencarral, la que va desde Quevedo a Bilbao. A partir de ahí no suele continuar descendiendo. Más allá habitan los modernos de vestidos pluscuamperfectos, que suben y bajan una y otra vez el tramo Tribunal-Gran Vía como si fuese su pasarela particular. El observador aplica mentalmente el álgebra del efecto Doppler respecto a la sirena de ambulancia y resuelve que está acercándose hacia su posición. El Papá Noel de Carrefour fuma sentado sobre el saco de regalos en la puerta del supermercado. En el interior del mismo, una anciana estalla un caqui contra el suelo en la sección de frutería. El observador estudia la cartelera del cine que se encuentra bajando cincuenta metros desde el supermercado. No hay cola para la sesión de las cuatro y media. La sirena es cada vez más aguda, la fuente sonora está próxima. El precio de unos huevos rotos con pisto en la taberna de la esquina es de ocho euros con diez. El observador tropieza con una niña que tiene la nariz pegada al escaparate de una juguetería y que pide a su padre en inglés que le compre todos los conejitos de la tienda. Dos mendigos se echan la siesta en un banco al sol. Un coche está parado en medio de la calzada, poniendo en jaque a una silla de ruedas vacía sobre el paso de peatones. El dueño de la silla está besando el asfalto. Hay sangre. Por fin llega la ambulancia.

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Traición

Esta mañana desayunaba chocolate con churros en una granja de Petritxol cuando empezó a sonar una canción de Carlos Berlanga en la radio. Giré la cabeza intentando recordar el título y vi que alguien me saludaba desde la barra. Era Gabriel. Se sentó frente a mí y dijo cuánto tiempo sin vernos y pensé que sí, desde la fiesta de graduación en la Escuela de Negocios. Y sigues llevando el mismo peinado ridículo. Vestía traje y corbata, y me fijé en su afeitado mientras me ponía al tanto de su vida. Acababa de incorporarse a un bufete de nombre, uno de los que siempre quisimos entrar, y por un segundo imaginé las vistas desde su despacho en Diagonal con el mundo bajo sus zapatos de piel. Di el último sorbo al macchiato y le pregunté si recordaba el título de la canción. Negó con la cabeza y me sonrió, esperando que yo le hablase sobre mi vida. Suspiré durante unos segundos. Le conté que estaba sin trabajo, que me había tomado un tiempo para mí. Después me inventé todo lo demás y ya me conoces, si empiezo a mentir nadie puede detenerme. Cinco minutos más y le confieso que extermino gorilas del Congo los fines de semana, o yo que sé. Me dio recuerdos para Alicia, y que una noche deberíamos tomar una copa por los viejos tiempos. Canté mi parte favorita:“Yo (pausa) / que sólo fui para ti (pausa) / Paracetamol”. Joder, no recordaba el título de la maldita canción. Alicia se fue, se la está chupando a otro en estos momentos. Me dio su tarjeta de visita y un apretón de manos que me pareció un pésame más que una despedida. Como si se me hubiese muerto un familiar, como si yo ya estuviese muerto. Quise partirle la cara pero dejé que volviese a la barra sano y salvo.

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So many foreign roads for Emma

Vuelvo a tener el sueño alterado desde que finalicé el tratamiento de amitriptilina. Duermo poco y mal. Normalmente tengo los sueños de todo buen cristiano: me precipito por un puente sin fondo, estoy en un examen de fin de carrera sin saber las respuestas, descubro la vacuna contra la Muerte o mantengo relaciones sexuales con la puta de Babilonia sobre la bestia de siete cabezas. En cambio, ayer tuve uno de lo más bizarro. Me encontraba en el salón del piso de Madrid y había una frase que no pude leer pintada en la pared. Las letras eran gordas y huecas y aparecía mamá con una jarra de agua azulada y rellenaba cada letra como si fuesen vasos. El sol cuadrado fue descendiendo hasta encajar en un hueco del horizonte. Luego desapareció esa línea de la realidad al ritmo de la melodía del Tetris. La televisión estuvo apagada todo el tiempo. Después hubo silencio y apareció de repente una mujer tumbada en el sofá con una vela encendida entre los labios. Me guiñó un ojo y los músicos de la banda Bon Iver entraron en el salón cantando “For Emma” a capella. Aplaudí tres veces y desperté, claro.

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#2

Llevo varios días leyendo un interesante tratado médico de lesiones en el hipocampo que encontré entre los libros de Ana. Ella acaba de irse, por cierto. Salió del portal y miró como de costumbre hacia arriba para ver cómo le espío desde las alturas. La calle parece una fiesta: las familias suben y bajan cargando bolsas de regalos, una pareja se besa delante del puesto de castañas asadas y la terraza de la cafetería está llena a pesar del frío de diciembre. Las risas suben hasta aquí y se filtran por la ventana de guillotina. Por un momento pienso que estaría bien bajar y ser partícipe de esa alegría navideña. Luego sería lo de siempre y diría que tampoco era para tanto, y que desde arriba parecía otra cosa, y qué ganas de volver a casa y poner los pies sobre el radiador de aceite. Sigo estudiando a cada transeúnte desde mi posición de francotirador. Ana entra en el supermercado. El dueño del sirio está en su puesto habitual, descansando fuera del restaurante en una silla con el logotipo de Coca Cola en el respaldo, y con los brazos cruzados. La cruz verde de la farmacia está apagada y un chaval con corte de pelo estilo Mullet forcejea con la máquina expendedora de condones.

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Arc de Triompf

Ella lo despierta con el rugido del secador de pelo. Él se levanta del sofá y va a la cocina siguiendo el rastro del olor a café. Todavía le duele la garganta tras la batalla de anoche. Ella coge el abrigo que cuelga en el recibidor. Le dice que esperará en la calle. Él suspira y golpea la alacena con el puño cerrado. Se viste con la americana y los vaqueros desgastados que descansan sobre la moqueta del salón. Descienden en bicicleta por las cuadriculadas calles del Ensanche hasta llegar al Paseo de Lluís Companys. Allí, él levanta los brazos al pasar bajo el Arco del Triunfo como hacía en los viejos tiempos, aunque esta vez no recibe el aplauso cómplice de ella. Dejan las bicicletas ancladas en la estación y ella se sienta en un banco de piedra. Él compra tabaco y el periódico, coge un cigarro y lo golpea rítmicamente sobre la cajetilla hasta que llega al banco. Ambos llevan el mismo modelo de zapatillas Converse de imitación. Ella busca las gafas de sol en el bolso y se fija en un grupo de chicas que ríen en círculo. Se siente observada y descubre a una de las chicas acercándose con una Polaroid en la mano. Hace una fotografía y se aleja agitando el papel de la instantánea recién tomada. Ella se pregunta cómo los verán desde fuera. Él lanza el cigarro, que rebota contra los adoquines, y hace como que lee la sección de sucesos.

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Just like Warren Zevon

Los médicos dijeron que la enfermedad no cambiaría el comportamiento de papá y se equivocaron. Mucho. El hombre que está respirando con fuerza vencido en el sofá tiene poco que ver con mi padre. Nuestra casa parece el escenario del día después de una fiesta universitaria y hay botellas vacías de cerveza y ron por todas partes. Los primeros meses pensé que quería desahogarse y disfrutar de cada sándwich como Warren Zevon, pero creo que ya no hay vuelta atrás. Suele traer gente extraña y se pasan la noche bebiendo con la música alta hasta que el vecino aporrea la pared. Algunas noches llama a una puta y me manda a dormir pronto. Les oigo aunque apriete la almohada contra las orejas.
Esta mañana he encontrado un vibrador con forma de gusano en el lavabo, todavía tenía restos orgánicos. Ahora está hablando por teléfono con mamá, tiene resaca y dice lo siento, lo siento. Mamá no aguantó y quiso que me fuese con ella, y lo pasé mal, y fue muy injusto. Y no puedo dejarlo solo. Simplemente no puedo. Echo de menos aquel superhéroe que me cogía en brazos y me hacía tocar el techo con la yema de los dedos. Y a mamá. Juntos de nuevo.
Mientras papá habla con ella, recojo las botellas que voy encontrando y las meto en bolsas de papel. Cuelga el teléfono y enciende el reproductor de música a todo volumen. En el patio interior la vecina del tercero toca las cuerdas del tendedero mientras recoge la colada, un limpio pizzicato que sincroniza con el disco de jazz que papá escucha una y otra vez.

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