Archive for abril 2009

Con falsos silogismos de colores

Te voy a contar algo. Pues verás, a mis tiernos diez, once, doce años, sorteaban en Mercadona una bicicleta. Metías cuatro tapas de yogur Danone en un sobre y la echabas en un buzón de cristal que habían instalado en el pasillo de los productos lácteos. Todavía recuerdo atravesar aquel pasillo frío y dejar las cartas un día tras otro. Por aquellos años parece que en mi casa sólo se comían yogures. Pablo, por ejemplo, devoraba dos nada más llegar del karate. Pues el caso es que nos tocó la bicicleta. Era de paseo, color celeste, de señora. Y ya sabes que soy la única chica de la casa, así que era para mí. Mi primera bici. Estaba tan contenta por tener algo que no debía compartir que hasta me daba igual que fuese demasiado grande para mi tamaño. Pasé aquel verano subiendo la cuesta de mi calle y bajando desde arriba del todo hasta casa. Así mil veces. Qué rápido iba, creía que saldría volando. Pues un día, me bajé antes de tiempo del sillín y luego frené. Ya te puedes sospechar el resultado. Me clavé el cuadro en la entrepierna y vi las estrellas. Cómo me dolió. Lo tuve negro, morado, marrón, amarillo, verde. De todos los colores, porque tuve un cardenal gigante y me dolió dos semanas interminables. Nunca se lo dije a nadie, mis hermanos se reirían y me daba vergüenza enseñárselo a mamá. Iba al baño todo el rato a mirarme. Pensé que me quedaría así, imagínate, llevando un aguacate maduro entre las piernas. ¡Deja de reírte, te odio! Voy a pedir otro ron miel, no te muevas de aquí. Tenemos mucho de qué hablar.

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La soledad de los peces

Rosa no viene a comer. Hace ya un par de horas que hemos vuelto a decidir que nos divorciamos. Tuvimos una discusión de ésas en las que salen a relucir los trapos sucios de cada uno y de sus respectivas familias. Todo comenzó al olvidarme de nuestro aniversario. Me había preguntado mientras desayunábamos qué día era hoy. Encogí los hombros y seguí comiendo ante la mirada atónita de Rosa. Intenté disculparme, sin éxito. Ella confesó entre lágrimas que no entendía lo que me pasaba, que estaba harta de mí. Más tarde cogió las llaves del coche y se fue sin despedirse siquiera. Estuve deambulando indefinidamente de la terraza a la cocina desde que se marchase, normalmente no me preocupaba su ausencia –ya lo había hecho otras veces-, pero temí que agonizase deshidratada en la esquina más próxima. Que a quién se le ocurría salir un domingo de agosto, con lo bien que está uno en el rincón más oscuro de la salita. ¿Dónde se habrá metido? Tarda demasiado. El miedo a que ésta fuese la definitiva, a perderla para siempre empezó a recorrer mi espalda. Ella es lo único que tengo, el sentido de mi existencia. No sé que sería de mí sin Rosa. Realicé por enésima vez el trayecto desde la ventana hasta la otra de la cocina, aquella que da al patio interior y por extensión a la piscina comunitaria, sobre la que flota una espesa capa verdosa formada del desuso producido tras el incidente. Había una niña sentada en el borde de la piscina, con los pies en el interior del agua. Sostenía una caña de pescar entre sus manos y el anzuelo se introducía entre el cúmulo de suciedad que reinaba en la superficie. Aburrido por la interminable espera ante el teléfono –el cual levantaba cada tres minutos para comprobar el correcto estado de la línea–, dejé una nota a Rosa y bajé los ocho pisos por las escaleras.

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El Cristo del Perdón

Recuerdo salir enfadado del Cine Víctor tras ver Sospechosos Habituales en la sesión de las cuatro y media. El resto de los espectadores estaban extasiados, susurrando Keyser Söze con los últimos restos de cotufas entre los dientes. Bajé la Rambla en silencio, con las manos en los bolsillos y todo lo estafado que se puede sentir un niño de diez años. La película tuvo éxito, las cifras en taquilla demostraron que al público le atraía ser víctima de engaño. Durante la siguiente década, todas las películas americanas tenían un final inesperado, la acción cambiaba ciento ochenta grados en diez segundos. Dos amigos que peleaban en un club eran uno el álter ego del otro. El psicólogo muerto que ayuda a un crío rarito. Ibas al cine con ojo de detective, intentando descifrar la trampa. El resto de metraje daba igual, todo estaba colocado en función del último giro. Y empecé a desconfiar de las películas, un drama pasaba a comedia romántica en un abrir y cerrar de ojos. El público aplaudía a rabiar. Supuse que los guionistas de Hollywood habían sido inoculados por el virus Söze, y que ya no había remedio. Por aquel entonces me habría encantado que alguno de ellos viviese cerca para poder tirarle globos de agua a la nuca, o dejar una bolsa ardiendo en su porche. Mientras tanto, el público exigía más trampas, más giros rebuscados en el guión. Alegrías en Elm Street. El enano de jardín durmiendo en la cama de Amélie Poulain.
Y como dicen que el cine es una representación de la vida real, empecé a desconfiar de las mujeres. No las miraba sólo con la intención de acostarme con ellas, sino también buscando ese engaño que no puedes cambiar aunque te creas lo bastante especial como para lograrlo. Un día descubrí una chica de cine clásico. Cristalina. Sólo tenía que mirarla a los ojos para saber qué estaba pensando en cada instante. Y me dije que era ella, la que estaba buscando. Me imaginé a su lado a través del tiempo. Permanentes. Y cuando empezaban a sonar los primeros acordes de violín anunciando el final feliz, ella se transformó para descubrir su verdadero yo. Más fría, más calculadora. Hola de nuevo, Keyser Söze. Ella se alejó triunfante y yo me quedé mirando a todos lados, como el policía al que se le ha escapado el malo ante sus narices. Vuelvo a sentirme estafado, pero esta vez será diferente. He crecido, soy más fuerte y esto no es una película. Ni siquiera me ha dolido, sólo siento confusión ante mi nuevo enemigo en el campo de batalla. Porque iré contra ti como si hubiese nacido para destruirte.

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