Archive for noviembre 2009

A heart of stone, a smoking gun

Qué frío pasé esta mañana en el Paseo de Recoletos, ahora estoy protegido por una manta del Ikea y el portátil sobre mis piernas me sirve de calefacción individual. Y bajaba por Recoletos porque había quedado con Sergio, amante del Madrid de viejos toreros en los cafés y de obreros a media mañana con el fresquito en la barra. Sergio es el mejor escritor del mundo sin haber escrito una página todavía. Nos encontramos donde siempre, en nuestro lugar secreto tras el bullicio de Sol. Había que celebrar el último premio literario que he recibido y le di una copia en papel del mismo para que lo leyese entre sorbo y sorbo a modo de diario gratuito. Enseguida me comentó que había escrito sobre una anécdota contada por él en la misma mesa donde nos encontrábamos. Le respondí que ya le había advertido en su momento que la usaría, y me dijo que sí, pero que no había sido así exactamente. Que el texto levitaba sobre sí mismo, demasiado cinematográfico mientras que el suceso era mucho más terrenal y merecía recibir otro tratamiento narrativo. Que el lector vería lágrimas doradas cuando en verdad caía lluvia gris sobre las páginas, corriendo el riesgo de no ser creíble. O mucho peor, que el lector se sintiese decepcionado al descubrir el olor a lluvia gris. No supe qué decir, me disculpé y hablamos de su fetiche: los pies femeninos grandes y su diversión de voyeur en las zapaterías de tallas especiales. Lo contó de una manera tan simple y efectiva que deseé tener un magnetófono en mi bolsillo y oírlo después millones de veces en mi casa, al menos hasta que esta noche olvide todo.

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(...)

Me siento como el primer día de rehabilitación, así que quizá sea mejor acabar rápido con esto. Cuando tenía siete años decidí escribir mi primera novela acerca de una historia de amor en el medievo. Usaba la máquina de escribir de mi padre, la de la mesa blanca y el teléfono rojo, siempre sitiada por folios anotados. Lo primero fue crear los personajes, y como no alcanzaba todas las letras se llamaron Nerf y Derf. Mi padre nunca fue de los que te buscan un cojín para sentarte como una persona adulta y acariciar todo el teclado sino que esperaba impaciente a que yo terminase, fumando junto a la ventana. Al llegar su turno me quedaba maravillado viendo el rápido y decidido tecleo, y yo maldiciéndome por tardar horas en crear los nombres de los protagonistas. Un día me aconsejó que lo dejase, que no había vivido y que no podía ser un farsante que no ha experimentado sus relatos. No sé lo que pasó después, pero me encontré creciendo años cada hora; guardando pequeños premios y becas en cajas de cerillas. Y de pronto el niño promesa pasó al joven con buenas maneras. Hace unos días recibí la carta definitiva, esa que te abre puertas en el mundo editorial y que llevas esperando con miedo como si se tratase de la factura de la luz de un mes de invierno. Llamé a mi padre, claro, y me dijo que ahora todos estaban esperando que me resbalase, que tuviese cuidado. Papá siempre ve enemigos donde no los hay, le ocurre desde que iba a la universidad con los grises. Yo le hablé de aquellos personajes de la infancia, cuando escribía por imitación y le admiraba en silencio, cuando escribía casi de puntillas y no tenía cojines para alcanzar las letras. La respuesta no me la dio él, sino una compañera de clase al salir del examen de esta mañana. Tras saludarla y preguntar cómo había salido, respondió: Me estoy enamorando de ti, pero es imposible. Se dio la vuelta y empezó a caminar decidida esperando que yo fuese detrás de ella. Si hubiese sido un personaje de un relato mío sabría que yo no sé correr detrás de las mujeres, pero como se trataba de la vida real llegó hasta el final del pasillo y no grité su nombre para detenerla. Me sentí culpable, como siempre, y pensé qué había hecho. Ahora he vuelto a casa y estoy ordenando mis pequeñas cajas de cerillas, las del niño que prometía y se quedó en nada, el que sólo quiere ser invisible por mucho, mucho tiempo.

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Fin del trayecto

La línea 44 realiza un giro dramático de izquierdas, cruza la Avenida Reina Victoria y se adentra en mi calle. Esa calle gris, plana y ancha en exceso donde sólo pasean los agentes de paisano y alguna anciana arrastrando el carrito de la compra, permitiendo así que vuelvas el sábado de madrugada disfrazado de enfermera de grandes pechos sin miedo a convertirte en el último chisme del barrio. La cita es en el bar de siempre y esta vez no voy a coger el metro. Una de las cosas que descubres de Madrid con el paso de los años es a disfrutar de un viaje en guagua, dejemos el subterráneo para los jóvenes de primer año. Además, la línea 44 ya está ahí, enfrente de la tienda del hombre más feliz del mundo, con las puertas abiertas, el pitido al validar el billete y comienza el viaje turístico. Los árboles siguen sin hojas y el sol todavía no calienta lo suficiente en las tardes de marzo. A la derecha el Instituto Geográfico, visión de cada mañana al subir la persiana. A la izquierda, el cuartel de la Guardia Civil y no hay más, la calle es breve y pronto la guagua negocia la curva para descender el Paseo de San Francisco de Sales. Cuando te subes al 44 te invade el silencio: nadie habla, no suenan melodías de móviles y pienso en la guagua de Tenerife, aquella que pasaba por las Ramblas en dirección al cementerio con todas las viudas llevando las flores en el regazo. Mis compañeros de travesía superan ampliamente el medio siglo de vida, y siempre es así a todas horas. Cortamos la calle Guzmán el Bueno, escenario de borracheras, poseedor de la oficina de Correos más próxima y a la que acudo religiosamente cada semana a modo de iglesia particular. El descenso se hace más pronunciado y casi pasamos por alto la tienda Pelis y Chuches y me veo a mí mismo eligiendo películas de madrugada, cuando todavía creía en las mujeres en alta fidelidad. El Paseo se contagia en su último tramo del ulular de las ambulancias que corren hacia el Hospital Universitario y las mujeres de la guagua se santiguan. Rodeamos la rotonda e Isaac Peral nos recibe con su olor a juventud universitaria, a residencias y a fotocopias baratas. Más adelante saludamos a los bohemios del Van Gogh y con sólo caminar unos pasos está El Macetero, sede de múltiples festejos tras una victoria de rugby. Es curioso cómo a veces el pasado y el presente se abrazan casi pared con pared. La guagua va recibiendo carne fresca en cada parada. Acariciamos Hilarión Eslava, la academia, el piso de Pablo. Lo llamaba "la L" por la planta, para ir a su habitación tenías que atravesar la de todos sus compañeros. Lástima que nunca viviésemos a la vez en Madrid. En Princesa nos esperan cinco interminables paradas, las aceras están llenas de jóvenes que van de tiendas con carpetas de la universidad privada y por una extraña razón al pasar junto a El Corte Inglés pienso en papá comprando perchas de madera cuando quiso ver si podía sobrevivir fuera de casa. En el respaldo del asiento delantero está escrito con permanente: "Johnnathan te kiero". Busco el móvil con la intención de saber la hora. Siempre llevo el móvil en silencio, eso lo sabe cualquiera que me conozca. Es la excusa perfecta para decir que no vi la llamada de alguien cuando lo cierto es que pocas veces tengo ánimos de responder una llamada. Me siento ridículo hablando por teléfono, necesito caminar mientras hablo y luego ocurre que Ana se enfada si nunca le respondo y se pone roja roja y no entiende nada. Miro por el cristal y me gusta esta calle, con sus embajadas y sus placas de aquí vivió tal escritor, y odio que Princesa acabe en la fea Plaza de España, llena de turistas haciéndose fotos junto al bueno de Sancho Panza. Ya está cerrado el kiosko de castañas asadas y a partir de aquí la Gran Vía es un ascenso de musicales, restaurantes y bancos. Así que mi mente se desvía a asuntos como si iría a clase mañana si hoy me anuncian una enfermedad terminal o cuántos alternativos con portátil del Starbucks de la acera de enfrente están practicando sexo virtual. Cuando ya ves al fondo los limpiabotas de los cines Avenida, la guagua número 44 se detiene en Callao y es el final, el resto del trayecto hasta el bar de los poetas es a pie. Como nota al viajero intrépido, hay que observar que si se realiza el viaje en sentido contrario descubrirá que en Callao sólo suben jóvenes, y la radio del conductor no suena a lija, los viajeros hablan y el asfalto siempre pica hacia arriba. Hasta la visión desde los cristales es distinta, los prismas y la realidad de las cosas; no obstante, dejaremos para otro día la vuelta a casa. Tengo una cita y llego tarde.

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Pedro y las desapariciones

Las tijeras cortan el papel. El papel cubre la piedra. La piedra rompe las tijeras. Nadie gana.
Está siendo un noviembre excesivamente cálido en Barcelona. Es un buen comienzo, no dice nada y es algo, una perfecta conversación trivial con un conocido. El tiempo afecta a todos y cualquiera sabe diferenciar un sol de una nube sin producir una disputa. En realidad no es así, pero no sabría cómo comenzar a escribir, y esto es aplicable al ejemplo de la charla. Una pequeña introducción de no decir nada.
Si esta imaginaria charla se produjese en la calle, no mirarías a los ojos a tu receptor, sino que clavarías la mirada en el suelo y avanzarías contando las baldosas, haciendo discretos movimientos de L como un caballo de ajedrez. Pero es importante que no se dé cuenta de lo que sucede. Tiene que creer que eres normal y te gusta hablar del frío de Barcelona y compararlo con la humedad isleña.
Cuando tienes una conversación de este tipo con un compañero que ves todos los días en el mismo sitio, te preguntas si tiene más vida aparte de esos cinco minutos incómodos a tu lado o es un muñeco de feria que alguien coloca ahí religiosamente y luego guarda en el armario. ¿Qué hará después? ¿Y la repartidora del periódico gratuito que siempre te dice buenos días y tú le intentas regatear pero ella te clava el diario en el esternón sin cambiar su sonrisa? La mayoría de la gente no se fija, coge el periódico y sigue caminando con sus caras de plástico y desconocen que esa chica desaparecerá tras su cometido hasta que la mañana siguiente le coloquen de nuevo en su casilla.
No se juega, por eso no se gana. Nadie presta atención a las casillas porque se tiene la manía de mirar a los ojos cuando se habla y pierden su posición en el tablero de la vida. Yo procuro no quitar la vista del suelo, que nunca sabes desde dónde te pueden amenazar. ¿Qué pasa cuando estás esperando en el andén y observas que la señora que está de pie en el otro andén está haciendo jaque al músico que está cerca de ti y éste es ajeno a todas estas confabulaciones para acabar con su vida?
La solución es trivial. Puedes montar una escena y gritar para salvarle o mejor aún, ponerte delante de él disimuladamente. Un alfil no se sacrifica por un peón. El tiempo está de locos, cuando era pequeño llovía más y mi padre no me dejaba ir al colegio por lo mojadas que estaban las calles. Ésta es mi parada. Buenas tardes, nos vemos mañana.

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Madrid, 23 de noviembre de 2006

Madrid es hoy un parque de atracciones. He formado nueves sumando los números de matrícula de los coches estacionados en Reina Victoria. Las chicas que repartían el periódico gratuito habían intercambiado su posición rutinaria y la del Qué me saludó por la izquierda y yo le guiñé como si hubiese entendido la diversión. Había cola para pasar el torno y me sentí en Disneylandia y Piolín tenía hoy disfraz de ejecutivo. La línea seis fue la montaña rusa acostumbrada, en Moncloa me encontré con un compañero de clase que llevaba todavía el sándwich de desayuno en la boca, pero sin llegar a morderlo. Imaginé que había escapado de su casa y que usaba el sándwich como barba postiza con sabor a salami danés. Durante el trayecto de la guagua de la línea A no pudo contenerse, se lo comió quedando al descubierto. No quise decir nada y fui su cómplice. En la Facultad entramos en clase y el profesor repartió las hojas de examen. Antes de empezar, dijo que quien no se sentía capaz de superar la prueba, debía abandonar el aula en los siguientes dos minutos en los que se quitaría las gafas para no ver a los desertores. Dos chicas se levantaron angustiadas y corrieron dando un portazo al salir. Tras terminar de contar, se volvió a colocar las lentes y nos miró como si fuese el que se la quedaba en el juego de la cogida. He escrito mi mejor examen intentando no cruzar la mirada con él. A la vuelta he empezado a hacer la maleta por orden de colores. Fuera, la del sexto tendía su ropa y un gato hacía equilibrios sobre la cuerda esperando el aplauso general del patio de vecinos. Primero azul, luego beige... Conté hasta diez, las horas que faltan para jugar desnudos en tu cama con mis dedos recorriendo tus piernas hasta el fin del mundo.

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