(...)

Me siento como el primer día de rehabilitación, así que quizá sea mejor acabar rápido con esto. Cuando tenía siete años decidí escribir mi primera novela acerca de una historia de amor en el medievo. Usaba la máquina de escribir de mi padre, la de la mesa blanca y el teléfono rojo, siempre sitiada por folios anotados. Lo primero fue crear los personajes, y como no alcanzaba todas las letras se llamaron Nerf y Derf. Mi padre nunca fue de los que te buscan un cojín para sentarte como una persona adulta y acariciar todo el teclado sino que esperaba impaciente a que yo terminase, fumando junto a la ventana. Al llegar su turno me quedaba maravillado viendo el rápido y decidido tecleo, y yo maldiciéndome por tardar horas en crear los nombres de los protagonistas. Un día me aconsejó que lo dejase, que no había vivido y que no podía ser un farsante que no ha experimentado sus relatos. No sé lo que pasó después, pero me encontré creciendo años cada hora; guardando pequeños premios y becas en cajas de cerillas. Y de pronto el niño promesa pasó al joven con buenas maneras. Hace unos días recibí la carta definitiva, esa que te abre puertas en el mundo editorial y que llevas esperando con miedo como si se tratase de la factura de la luz de un mes de invierno. Llamé a mi padre, claro, y me dijo que ahora todos estaban esperando que me resbalase, que tuviese cuidado. Papá siempre ve enemigos donde no los hay, le ocurre desde que iba a la universidad con los grises. Yo le hablé de aquellos personajes de la infancia, cuando escribía por imitación y le admiraba en silencio, cuando escribía casi de puntillas y no tenía cojines para alcanzar las letras. La respuesta no me la dio él, sino una compañera de clase al salir del examen de esta mañana. Tras saludarla y preguntar cómo había salido, respondió: Me estoy enamorando de ti, pero es imposible. Se dio la vuelta y empezó a caminar decidida esperando que yo fuese detrás de ella. Si hubiese sido un personaje de un relato mío sabría que yo no sé correr detrás de las mujeres, pero como se trataba de la vida real llegó hasta el final del pasillo y no grité su nombre para detenerla. Me sentí culpable, como siempre, y pensé qué había hecho. Ahora he vuelto a casa y estoy ordenando mis pequeñas cajas de cerillas, las del niño que prometía y se quedó en nada, el que sólo quiere ser invisible por mucho, mucho tiempo.

Bookmark the permalink . RSS feed for this post.
Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.

Search