Fin del trayecto

La línea 44 realiza un giro dramático de izquierdas, cruza la Avenida Reina Victoria y se adentra en mi calle. Esa calle gris, plana y ancha en exceso donde sólo pasean los agentes de paisano y alguna anciana arrastrando el carrito de la compra, permitiendo así que vuelvas el sábado de madrugada disfrazado de enfermera de grandes pechos sin miedo a convertirte en el último chisme del barrio. La cita es en el bar de siempre y esta vez no voy a coger el metro. Una de las cosas que descubres de Madrid con el paso de los años es a disfrutar de un viaje en guagua, dejemos el subterráneo para los jóvenes de primer año. Además, la línea 44 ya está ahí, enfrente de la tienda del hombre más feliz del mundo, con las puertas abiertas, el pitido al validar el billete y comienza el viaje turístico. Los árboles siguen sin hojas y el sol todavía no calienta lo suficiente en las tardes de marzo. A la derecha el Instituto Geográfico, visión de cada mañana al subir la persiana. A la izquierda, el cuartel de la Guardia Civil y no hay más, la calle es breve y pronto la guagua negocia la curva para descender el Paseo de San Francisco de Sales. Cuando te subes al 44 te invade el silencio: nadie habla, no suenan melodías de móviles y pienso en la guagua de Tenerife, aquella que pasaba por las Ramblas en dirección al cementerio con todas las viudas llevando las flores en el regazo. Mis compañeros de travesía superan ampliamente el medio siglo de vida, y siempre es así a todas horas. Cortamos la calle Guzmán el Bueno, escenario de borracheras, poseedor de la oficina de Correos más próxima y a la que acudo religiosamente cada semana a modo de iglesia particular. El descenso se hace más pronunciado y casi pasamos por alto la tienda Pelis y Chuches y me veo a mí mismo eligiendo películas de madrugada, cuando todavía creía en las mujeres en alta fidelidad. El Paseo se contagia en su último tramo del ulular de las ambulancias que corren hacia el Hospital Universitario y las mujeres de la guagua se santiguan. Rodeamos la rotonda e Isaac Peral nos recibe con su olor a juventud universitaria, a residencias y a fotocopias baratas. Más adelante saludamos a los bohemios del Van Gogh y con sólo caminar unos pasos está El Macetero, sede de múltiples festejos tras una victoria de rugby. Es curioso cómo a veces el pasado y el presente se abrazan casi pared con pared. La guagua va recibiendo carne fresca en cada parada. Acariciamos Hilarión Eslava, la academia, el piso de Pablo. Lo llamaba "la L" por la planta, para ir a su habitación tenías que atravesar la de todos sus compañeros. Lástima que nunca viviésemos a la vez en Madrid. En Princesa nos esperan cinco interminables paradas, las aceras están llenas de jóvenes que van de tiendas con carpetas de la universidad privada y por una extraña razón al pasar junto a El Corte Inglés pienso en papá comprando perchas de madera cuando quiso ver si podía sobrevivir fuera de casa. En el respaldo del asiento delantero está escrito con permanente: "Johnnathan te kiero". Busco el móvil con la intención de saber la hora. Siempre llevo el móvil en silencio, eso lo sabe cualquiera que me conozca. Es la excusa perfecta para decir que no vi la llamada de alguien cuando lo cierto es que pocas veces tengo ánimos de responder una llamada. Me siento ridículo hablando por teléfono, necesito caminar mientras hablo y luego ocurre que Ana se enfada si nunca le respondo y se pone roja roja y no entiende nada. Miro por el cristal y me gusta esta calle, con sus embajadas y sus placas de aquí vivió tal escritor, y odio que Princesa acabe en la fea Plaza de España, llena de turistas haciéndose fotos junto al bueno de Sancho Panza. Ya está cerrado el kiosko de castañas asadas y a partir de aquí la Gran Vía es un ascenso de musicales, restaurantes y bancos. Así que mi mente se desvía a asuntos como si iría a clase mañana si hoy me anuncian una enfermedad terminal o cuántos alternativos con portátil del Starbucks de la acera de enfrente están practicando sexo virtual. Cuando ya ves al fondo los limpiabotas de los cines Avenida, la guagua número 44 se detiene en Callao y es el final, el resto del trayecto hasta el bar de los poetas es a pie. Como nota al viajero intrépido, hay que observar que si se realiza el viaje en sentido contrario descubrirá que en Callao sólo suben jóvenes, y la radio del conductor no suena a lija, los viajeros hablan y el asfalto siempre pica hacia arriba. Hasta la visión desde los cristales es distinta, los prismas y la realidad de las cosas; no obstante, dejaremos para otro día la vuelta a casa. Tengo una cita y llego tarde.

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