Archive for enero 2009

Quiero respirar humo

Quisiera morder a todos los músicos entrañables que componen canciones de amor como si se tratase de la salvación de la humanidad, la undécima maravilla, el sentido de la vida. El amor es una mierda, queridos amigos. Y también una película aburrida de la que te han hablado bien o el paso por la Universidad, pero la diferencia está en que cuando eres joven y descubres que el mundo universitario no es como creías, simplemente te importa poco y te bebes una cerveza en el césped a la salud de los zombis que atienden a la clase magistral del catedrático de turno. En cambio, cuando la chica que amas te decepciona una y otra vez, una pequeña parte de ese niño gordito de cachetes rojos y ganas de comerse el mundo que llevabas dentro de ti se hace mayor y mayor hasta convertirse en un anciano que mira la televisión esperando que se le aparezca su muerte. Y piensas que el amor entonces no es tan especial, y que algo falla, y los rascacielos de la ciudad se estremecen. Y joder, me siento estafado. Siempre quise que lo nuestro fuese una historia perfecta y al final descubro que mi balanza comercial es negativa, que importo más que lo que exporto y que en la vida no hay magia más allá del flequillo de uno mismo. Si sigo aquí es por los críos y porque en el fondo no sabría dónde ir. Esta noche volveré a dormir en el sofá y mañana no cederé mi asiento en la guagua a viejas arrugadas o a embarazadas a punto de explotar. Es lo mínimo. Merezco ir sentado en el trayecto a la oficina cuando llevo el corazón roto entre las manos.

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Dulces sueños, Barbie

La pequeña Cristina Salazar entró en el salón y no pudo hacer otra cosa que gritar. Vestía el traje de los boy scouts, con mangas largas y el tradicional pañuelo en el cuello. Cristina señaló a la pecera sin dejar de gritar, aunque no había nadie más en el salón para ver qué señalaba. En el interior de la pecera, la Barbie enfermera yacía ahogada en el fondo. Sus labios de plástico seguían rojos, y un pez cometa le daba besos de agua creyendo que aquella rubia de pechos firmes estaba todavía viva. Su uniforme de enfermera se le había subido estando boca abajo, dejando ver parte de sus caderas anchas de los años cincuenta. Cristina corrió por el pasillo detrás de Enrique, el hermano homicida, que se encerró en su cuarto. Golpeó la puerta hasta hacerse daño. Una hora más tarde, se celebró el funeral discreto en la cocina. Las Bratz vestían de negro luto y nadie consiguió localizar a Ken. La madre de Cristina y Enrique rezó un padrenuestro y enterró a Barbie en la papelera de basura orgánica.

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Canción de nuestros padres

El corazón de arcilla de Adán se detuvo cuando vio a Eva por primera vez. Se encontraba allí, en medio del jardín a la sombra del árbol de la ciencia del bien y el mal como si tal cosa. Adán paseaba desnudo puesto que no había peligro de ser descubierto. Al verla, levantó la vista hacia el cielo y dio gracias a Dios por escuchar sus plegarias. Después se presentó a Eva. La convenció para que fuese desnuda, ya que no habría por la zona más mujeres deseosas de criticar la anchura de sus caderas y le señaló el vacío que había en su propio pecho, de donde Dios le prendió una costilla para moldear a su compañera en el paraíso. Durante muchos años vivieron así, comiendo de todos los árboles menos uno, jugando a ser siameses sin mantener ningún contacto. Al parecer, Eva buscaba algo más en un hombre que carecía de educación y bienes inmobiliarios. Ella engordaba cada día debido a las toneladas de manzanas que ingería, conocedora de que Adán no podría engañarla con otra y las líneas eróticas quedaban a miles de años de separación. Él, viendo que ella no se enamoraría, modeló a su Eva perfecta con barro del lago. Pero esta se derritió a las pocas horas como se derriten los sueños construidos por uno mismo. Desesperado, se arrancó varias costillas a la vez, mordió la fruta prohibida y volvió a ser polvo. Eva fue expulsada del paraíso por orden divina tras no encontrar amor alguno en ella y tuvo que arrastrarse sobre su vientre, como las serpientes. Sus hijas se disfrazan hoy en día de mujeres fatales sobre botas altas.

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Am I really all the things that are outside of me?

José Luis limpia con la mano el vaho del espejo y coge una hojilla de afeitar desechable. La radio está encendida y suenan las señales horarias. Se aparta el mechón rebelde que le cae sobre el ojo izquierdo y hace un guiño a su reflejo. Cuando termina de afeitarse, recorre el pasillo con una toalla atada a la cintura y elige del armario el traje de raya diplomática. El disfraz de los martes en la vida de nuestro superhéroe de minorías. Desayuna de pie, con la corbata pasada por encima del hombro. El fregadero está lleno de tazas con posos de café en el fondo. Antes de salir de la casa, hojea por última vez el convenio de separación que se resiste a firmar. Una lectura de pornografía emocional sobre su matrimonio fallido. José Luis se confunde entre los transeúntes y tropieza con un hombre que se dirige a la tintorería con una camisa manchada de mostaza Dijon. El músico callejero que interpreta canciones eslavas con su viejo acordeón todavía no ha llegado a su puesto. Más adelante, saluda a la directora de la oficina bancaria, que sale de la boca del Metro con cara de demonio. Por un momento se pregunta cómo lo ven desde fuera. En la parada de la guagua Circular esperan ocho personas y el gordo que está sentado tiene cara de barman del salvaje Oeste, sirviendo zarzaparrilla a bandidos y putas por igual. La guagua aparece al fondo y unos chavales corren por la acera como si persiguiesen una diligencia que transporta bolsas de dinero con el símbolo del dólar. Suben a tiempo gracias a que el gordo tarda un rato en encontrar su billete y el conductor se niega a arrancar hasta que no lo valide. Llega a la oficina y en el ascensor le mira el culo a Pili, la chica de Contabilidad. Ella trabaja un piso más arriba y José Luis se maldice por carecer de un plan de evasión de ese torpe organismo de carne, huesos y sangre en el que está internado. Así espiaría a Pili toda su vida mientras el resto del cuerpo haría como que trabaja en el piso de abajo. El ruido de las puertas abriéndose le devuelve a la realidad y avanza hasta su despacho. Laura, su exmujer, trabaja allí. La encuentra en la sala de juntas reunida con unos inversores asiáticos. Ella lo saluda con un movimiento de cejas y José Luis le apunta con la mano como si llevase una pistola imaginaria. Apunta al corazón y dispara. No pasa nada, la reunión prosigue y ella sobrevive una vez más. Entra en su despacho y cierra la puerta. Busca en su agenda la hojita con los datos de Laura y tacha una vida. Ya sólo restan cuatro. Sonríe y enciende el ordenador.

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It was a day like this and my house burnt down

Cuando uno es insomne descubre que en la madrugada se pueden hacer muchas cosas. No me refiero a que tenga que recorrer varias millas antes de dormir, como escribió el bueno de Frost. Qué va. Mis actividades se reducen a contemplar cómo la televisión me ofrece un juego de cuchillos mágicos y un banco de abdominales. Acostumbro a pasar las madrugadas de esta forma, sentado en el suelo del salón fumando tabaco rubio. Mientras tanto, en el ordenador del despacho, el cursor parpadea sobre una página en blanco. Y así una noche tras otra. Hace una hora, cogí fuerzas para bajar a la cabina telefónica que hay en la esquina con Reina Victoria. Ya sólo los inmigrantes y los espías usan las cabinas. La última vez que hablé con Pablo, me reprochó la baja calidad de mis últimos relatos. Cogió el teléfono al otro lado, tenía voz de dormido. Otra cosa que descubre un insomne es que el resto del universo realmente duerme. Le pregunté en qué estaba fallando y no respondió, así que le desarrollé tres historias que tenía en mi cabeza. En la primera, una pareja desayuna en la cafetería Van Gogh, en Moncloa. Él unta la mantequilla en el cruasán a la vez que ella se estofa la lengua al tomar un té verde. En la segunda, una mujer se desorienta entre la ropa de una tienda enorme y vuelve a la infancia, cuando se perdía a propósito en los grandes almacenes para disgusto de su madre. Antes de que contase la tercera, Pablo me mandó a la mierda y colgó. Me alejé de la cabina mirando a ambos lados como actuaría un inmigrante-espía. Me vino olor a nieve, a Navidad. En la madrugada se pueden hacer muchas cosas, pero no hay nada mejor que fumar viendo la teletienda. Volví a casa con las manos en los bolsillos y me fijé en un grupo de chicos que hacía botellón en el interior de un coche aparcado frente a mi portal. Bebían cubatas ajenos al frío polar del exterior. Parecían felices. Entonces recordé que estábamos a lunes y decidí que escribiría sobre ellos.

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Four walls and adobe slabs

Escribo desde mi cama madrileña, llevo un buen rato intentando dejar de lado la batalla que acontece en el interior de mi cabeza cada noche. Y vuelta a sentirme desorientado, a tener una vida aquí y otra a setecientos kilómetros. Diferentes versiones de uno mismo. Está visto que estoy enamorado de la dualidad, el ser diferente según dónde me encuentre o con quién esté, la esquizofrenia por norma. Siempre soy el último en bajar del tren de alta velocidad y no por superstición. Me gusta esperar a la llegada de los operarios de Atocha, armados con cubos y mopas para limpiar la sangre de los pájaros muertos que han terminado su vida contra el cristal delantero del tren. En el taxi estuve recordando la noche de ayer. Había fiesta en casa de Ana y el salón estaba lleno de gente que no conocía. Los lienzos del cuarto de pintar estaban protegidos con un plástico y había cáscaras de pistachos por todas partes. Me emborraché, como siempre que me siento nervioso e incómodo. Saludé a un chico que llevaba una cazadora vaquera que yo solía usar hace años y le dije que era curioso que tuviese la misma quemadura de cigarrillo en la manga y que por eso la había tirado a la basura. Luego estuve observando su hebilla del cinturón y también me resultó vagamente familiar. Dos amigas de Ana bebían vodka rojo sentadas en el sofá de tres plazas. En el cuarto de estudio, un chico barbudo fumaba un porro mientras se entretenía fascinado con un punto del suelo. Encontré a Ana en la cocina preparando chupitos de pacharán. Cuando volvimos al salón había un nuevo chico entre las del vodka rojo y les explicaba su técnica de sexo oral. Ellas escuchaban atentas y por un momento todo aquello me pareció muy estúpido. Puse el vinilo de Animal Collective y "My girls" hizo que una de ellas danzase aquella psicodélica melodía como si estuviese pasada de LSD. Bailamos con los ojos cerrados y mi mente voló lejos de allí. Busqué a su amiga y se había esfumado con el chico de la lengua habilidosa. La puerta del cuarto de Ana estaba cerrada. Mierda. No pude conciliar el sueño y hoy tampoco. Maldito cunnilingüista.

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Era um ré, um dó e um lá

Tú no conociste a los Milli Vanilli. Recuerdo el día que se descubrió que no cantaban ellos y había un escándalo en el Hispano Inglés. Eran muy famosos durante unos meses, justo antes de que se descubriera y todos hablaban de eso en el cole. Los compañeros que habían dicho que les gustaba Milli Vanilli se defendían diciendo que no era cierto y los demás nos reíamos. Yo iba de heavy en aquellos tiempos, sólo tenía un disco de Iron Maiden que me gustaba mucho, y lo oía para poder decir "heavy" cuando preguntaban rock, pop o heavy en sexto de EGB. Luego en séptimo me dijeron que si ponías los discos marcha atrás se escuchaban versos satánicos y dejé a Maiden. También recuerdo la polémica sobre los misiles de Sadam Hussein. Antes de perder la cabeza, Saddam tenía ciento y pico misiles apuntados hacia Tenerife justo después de la invasión de Kuwait, lo decían en clase. Algún idiota empezó el rumor, se lo creyó todo el mundo en el patio y los padres de los niños ricos fueron a aprovisionarse de comida. Papá y mamá se burlaban de ellos cuando lo conté en casa. Recuerdo las primeras noches de fiesta en el Ku, bailando en la discoteca para menores hasta que nos echaban a las doce. No bebíamos alcohol pero danzábamos con la música de los mayores y nos sentíamos los más grandes en la pista de baile. El Ku estaba en el Parque de La Granja, al lado de la estatua del King Kong de veinte metros, que se escondía tras las palmeras de la esquina del parque con la Avenida de Bélgica. Enfrente estaba la casa construida con planta de barco. Cada vez que pasaba por allí al volver del cole pensaba que a quién se le había ocurrido vivir en un buque de cemento en medio de la ciudad. Me encantaba ir después de clase a los cines Oscars y comer cotufas sentado en las escaleritas, vigilado por King Kong desde el parque. Un día desapareció, no sé por qué. También cerró el Ku. Y los cines. De Saddam mejor ni hablamos.

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Arquitectura de frutería

Los fruteros de Reina Victoria empiezan su trabajo desde las siete, mientras el resto del mundo duerme. Cuando atravieso la Avenida ya han descargado la mercancía y disponen los cartones unos sobre otros de tal manera que la fruta queda expuesta en diferentes pisos, inclinados como si se tratase de un tejado de vitaminas y fructosa. Me gusta admirar su obra mientras espero a la guagua, ver cómo consiguen la disposición perfecta en ese espacio reducido. Hoy las naranjas dulces estaban a la izquierda, debajo de las peras de conferencia y al alcance de cualquier transeúnte despistado que quisiese adoptarlas en su bolsillo. A partir de ahí el resto del día tiene menos interés: atender a las amas de casa maquilladas con su abrigo de piel y que prueban las uvas antes de comprarlas. Nadie les felicita por su obra de arquitectura, y al final de la jornada amontonan las cajas de plástico para su labor de las siete de la mañana del día siguiente. No cogí la guagua, regresé a casa, le dije a mis compañeros de piso que me dolía la cabeza y me quedé en el sofá leyendo entre risas un bonito cuento de un autor canario sobre un jubilado que vive junto a las vías de alta velocidad y cambia sus relojes de pared por unos de sol debido a que el traqueteo de los trenes desplazaban las agujas a modo de péndulo.

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Fue un sueño, en realidad no quería que te rompieses

Vuelo a quince mil pies sobre el Atlántico, en la primera clase de un A-340 de Iberia. Me gusta la comida de los aviones, envuelta en papel transparente. El menú de hoy es: tabla de quesos canarios, ensalada de rúcula, tomates cherry y anchoas, solomillo a la pimienta y helado de dulce de leche. La azafata rubia de primera clase, más joven y guapa que sus compañeras de clase turista, rellena las copas de cava de los ejecutivos y demás impostores que estamos allí. Por el momento intento que no se percaten de mi presencia, actuar como si fuese uno de ellos. Me cuesta beber alcohol después de tanto tiempo. Además, no tengo nada que celebrar. Llevo todo el viaje pegado a la ventanilla, he descubierto que cada vez que aparto la mirada del horizonte, el avión sufre una sacudida. El resto parece ignorarlo y algunos duermen. Quizá estén actuando también, me pregunto cuántos más habrá como yo en este avión. El doctor lee el periódico a mi lado. No puedo distraerme y como rápido. Esas nubes de allá tienen un aspecto poco amistoso. El doctor ríe cuando retiran mi bandeja y me pregunta si tenía hambre. La comida del psiquiátrico es asquerosa. Lee en voz alta mi horóscopo y me aconseja que no le haga mucho caso. El doctor es un hombre bueno, aunque le obsesiona interpretar mis sueños. Anoche soñé con él, paseaba en bicicleta y desde el paso de peatones deseé que lo atropellase un camión-repartidor de bebidas espirituosas. Entonces dejé de mirarlo para que se cumpliese y escuché los gritos y las botellas rompiéndose. Por eso no puedo apartar la vista de la ventanilla del avión, sería una catástrofe. Cuando nos disponíamos a embarcar, el doctor me preguntó qué había soñado. Le dije que no lo recordaba y abrí la boca para que me pusiese la pastilla debajo de la lengua.

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Simplemente son ciclos

Hoy he alineado trabas rosas en el alféizar de mi ventana mientras el resto de la ciudad se lanzaba bolas de nieve. Ayer controlaba el ritmo al que se movían nuestros pies al caminar, convenciéndome de que si subíamos el primer peldaño con el mismo pie decidirías quedarte. Quise creer que no ocurrió así porque tú eres diestra y yo no. Tú das zancadas al caminar y yo no. Tú tenías un billete de tren en el bolsillo y yo no. De manera que, simulando ser Jack Nicholson en alguna escena de Mejor Imposible, he vuelto a milimetrar la distancia entre los bolígrafos que apoyo en la mesa de estudio. A regresar al balcón para mirar esa nube con forma de langosta por segunda vez. No he querido verla una tercera porque odio los números impares y en especial el seis, que aún siendo par tiene una diabólica mitad llamada tres. Y es que ahora sólo quiero que caiga una gota de agua de entre los poros de la pintura del techo justo en el corte de mi dedo y que sea una puta señal.

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Astronomía razonable

Los astrónomos denominan zona de habitabilidad a la región circunstelar donde puede existir agua líquida y por tanto vida. Huelga señalar que de los planetas que recitábamos de memoria en la escuela, sólo la Tierra se encuentra dentro de estos parámetros. Por tanto, vivir en Marte no es sino una opción meramente cinematográfica. Los astrónomos miran al espacio buscando nuestra futura casa. Sus cálculos son absurdos, hablan en distancias de millones de años luz como quien habla de número de paradas de Metro, o de centímetros que crecerá el pelo de una muchacha a lo largo de doce meses. Las buenas gentes de a pie no entienden nada, y sin embargo confían en sus improvisados mesías de bata blanca. La Tierra no parece que vaya a durar muchos inviernos más. De pronto, un día se halla la solución al problema. Los astrónomos no han encontrado esta vez una remota galaxia o un planeta que podría tener condiciones similares en otro sistema solar. No hay que irse muy lejos. Basta con afinar los instrumentos de medición y ahí está: un planeta gemelo y virgen en la oscuridad del espacio, a dos manzanas de la Luna. Los científicos se congratulan. La astronomía se vuelve razonable. La Humanidad está salvada.

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Your tiny hands, your crazy kitten smile

Volver a Tenerife supone una suerte de viaje al pasado. El cuarto que ya no es mío, el lavabo del baño con las llaves pequeñas, los viejos amigos con las bromas de siempre. Uso el tranvía para moverme por la ciudad, esa máquina del tiempo que se desplaza sobre césped donde antes hubo asfalto. Al bajar en Weyler, me viene el olor a arepas en leña. El helicóptero de los Reyes Magos sobrevuela la ciudad y los niños se asoman a la ventana. Mientras paseo me fijo en las uñas de los padres que compran los últimos regalos, mamá decía que si te salían manchitas blancas en las uñas era porque mentías. La Rambla cambió de nombre y los laureles siguen llenos de corazones de parejas que anuncian su amor eterno. Subo hasta Enrique Wolfson y sigo sin decidir si iré o no más tarde a la cabalgata. Un hombre pinta su verja de negro frente a la escuela de idiomas, cómo odiaba pasar las tardes allí. En la siguiente manzana está la clínica donde nací. Las ventanas del tercer piso tienen las cortinas corridas y no se oye a ningún bebé llorando. Dos enfermeras fuman sentadas en las escaleritas de entrada. Observo que el muro de La Pureza, el colegio de monjas próximo a la clínica, está adornado por cristales de botellas. Las niñas de La Pureza no necesitan protegerse de mirones, siempre han estado dispuestas a enseñar sus bragas blancas en un banco de la Rambla. Y entre todas aquellas niñas católicas, mi memoria destaca a María. Rubia, pecosa y con la falda arremangada. Qué bonita era, cómo me gustaba su colección de ropa interior. Hablo de mi pasado como si tuviese mil años, es curioso. Todavía no sé si ir a la cabalgata, sospecho que recibiré carbón dulce en cantidades industriales. Antes de subirme a la máquina del tiempo de vuelta a casa, descubro que las ventanas de la clínica dan al patio de La Pureza y todo tiene sentido. Me veo entre los brazos de mamá, mirando por la ventana a la vez que las colegialas juegan en la hora del recreo. Ya sé de dónde viene mi pasión por las nínfulas.

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You're a part-time lover and a full-time friend

Úrsula se abotona el abrigo a la salida de la discoteca donde ha celebrado la Nochevieja. Tiene confeti de colores sobre los hombros y se sube al primer taxi que pasa. Indica la dirección mientras se quita los tacones de aguja que llevan horas haciéndole daño. En el interior del bolso lleva dos vasos de tubo vacíos y se pregunta cómo han llegado allí. El taxista baja el volumen de la radio y de cuando en cuando espía en el retrovisor el escote de purpurina del asiento de atrás. Úrsula reproduce mentalmente el encuentro casual con Alberto minutos atrás. Él es tres años menor y salieron un tiempo hasta que él señaló que era mejor que no se siguieran viendo, que ya lo entendería ella en el futuro y le daría las gracias. Tras saludarse en la barra, hablaron sobre cómo les iba. Él le ofreció ir a otro lugar. Ella sabía dónde. El taxi llega a su destino y Úrsula baja del coche con los tacones en la mano. El futuro llega al son de las doce campanadas y sigue sin comprender por qué no están juntos. Se tropieza con las escaleras de mármol del portal y los vasos estallan dentro del bolso. Cuatro pisos más arriba, abre la vieja cerradura de la casa. La gata persa duerme sobre el taquillón rojo del recibidor. En el pasillo arroja los tacones y el bolso, el abrigo con olor a ron termina en el suelo de la cocina. Se acerca al grifo del fregadero y bebe de lado. Ya en su habitación termina de desnudarse por completo y se sienta en la cama. Por un instante recuerda a Alberto de rodillas entre sus piernas y se estremece. Nunca quiso dormir con ella, huía de la escena del crimen nada más terminar. Úrsula descubre un pelo blanco en su pubis, el primero. No tarda en coger las pinzas y lo arranca. Esta noche no tenía que ser así. El móvil vibra con el nombre de Alberto en la pantalla. Úrsula no responde, está durmiendo hecha un ovillo.

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