A heart of stone, a smoking gun

Qué frío pasé esta mañana en el Paseo de Recoletos, ahora estoy protegido por una manta del Ikea y el portátil sobre mis piernas me sirve de calefacción individual. Y bajaba por Recoletos porque había quedado con Sergio, amante del Madrid de viejos toreros en los cafés y de obreros a media mañana con el fresquito en la barra. Sergio es el mejor escritor del mundo sin haber escrito una página todavía. Nos encontramos donde siempre, en nuestro lugar secreto tras el bullicio de Sol. Había que celebrar el último premio literario que he recibido y le di una copia en papel del mismo para que lo leyese entre sorbo y sorbo a modo de diario gratuito. Enseguida me comentó que había escrito sobre una anécdota contada por él en la misma mesa donde nos encontrábamos. Le respondí que ya le había advertido en su momento que la usaría, y me dijo que sí, pero que no había sido así exactamente. Que el texto levitaba sobre sí mismo, demasiado cinematográfico mientras que el suceso era mucho más terrenal y merecía recibir otro tratamiento narrativo. Que el lector vería lágrimas doradas cuando en verdad caía lluvia gris sobre las páginas, corriendo el riesgo de no ser creíble. O mucho peor, que el lector se sintiese decepcionado al descubrir el olor a lluvia gris. No supe qué decir, me disculpé y hablamos de su fetiche: los pies femeninos grandes y su diversión de voyeur en las zapaterías de tallas especiales. Lo contó de una manera tan simple y efectiva que deseé tener un magnetófono en mi bolsillo y oírlo después millones de veces en mi casa, al menos hasta que esta noche olvide todo.

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