Madrid, 23 de noviembre de 2006

Madrid es hoy un parque de atracciones. He formado nueves sumando los números de matrícula de los coches estacionados en Reina Victoria. Las chicas que repartían el periódico gratuito habían intercambiado su posición rutinaria y la del Qué me saludó por la izquierda y yo le guiñé como si hubiese entendido la diversión. Había cola para pasar el torno y me sentí en Disneylandia y Piolín tenía hoy disfraz de ejecutivo. La línea seis fue la montaña rusa acostumbrada, en Moncloa me encontré con un compañero de clase que llevaba todavía el sándwich de desayuno en la boca, pero sin llegar a morderlo. Imaginé que había escapado de su casa y que usaba el sándwich como barba postiza con sabor a salami danés. Durante el trayecto de la guagua de la línea A no pudo contenerse, se lo comió quedando al descubierto. No quise decir nada y fui su cómplice. En la Facultad entramos en clase y el profesor repartió las hojas de examen. Antes de empezar, dijo que quien no se sentía capaz de superar la prueba, debía abandonar el aula en los siguientes dos minutos en los que se quitaría las gafas para no ver a los desertores. Dos chicas se levantaron angustiadas y corrieron dando un portazo al salir. Tras terminar de contar, se volvió a colocar las lentes y nos miró como si fuese el que se la quedaba en el juego de la cogida. He escrito mi mejor examen intentando no cruzar la mirada con él. A la vuelta he empezado a hacer la maleta por orden de colores. Fuera, la del sexto tendía su ropa y un gato hacía equilibrios sobre la cuerda esperando el aplauso general del patio de vecinos. Primero azul, luego beige... Conté hasta diez, las horas que faltan para jugar desnudos en tu cama con mis dedos recorriendo tus piernas hasta el fin del mundo.

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