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Me llamo Julio Antúnez, soy repartidor. Llevo quince años en la profesión y si te soy sincero, no me veo haciendo otra cosa. Mercedes cree que esto me servirá de algo, así que allá voy. Empecé trabajando para una cadena de comida italiana a tiempo parcial mientras iba por las mañanas al instituto. Mi padre quería que tuviese el título de bachiller que él no pudo sacarse. Por aquel entonces me llamaban Julito, el chico de la scooter más ruidosa del barrio. Un día decidí no volver al instituto y claro que me arrepiento ahora que peino canas. Pero en esos años pesaba mucho más un sueldo a final de mes. Así que le dije a mi padre que me ponía a trabajar. No me resultó duro, al fin y al cabo ya me pasaba las tardes de aquí para allá con la moto. El salario era bajo pero con dieciséis años te sientes millonario. Los primeros meses, como en todo, fueron los mejores. Llevé pizzas a la mayoría de los domicilios de la ciudad. Me abrieron la puerta familias numerosas, grupos de amigos dispuestos a ver un partido de fútbol por la tele y cientos de estudiantes universitarios que empezaban a vivir lejos de mamá. Llevé la comida a tantos cumpleaños con globos que me asustaría calcular el número. Y allí estaba yo, bajo una gorra ridícula y con la mirada fija en el humo con olor a mozzarella que se escapaba por los bordes de la caja. Si me quemaba las manos, había llegado a tiempo. Aprendí a saber quién me daría propina y quién no sólo con echar un vistazo al interior de las casas. Más tarde lo italiano dejó de ser lo más y fueron los años chinos. Las calles olían a wan-tun frito. Los repartidores eran chinos con camisa blanca abotonada. Además, no sé si sabes que odio esa comida. Parece que se me da esto mejor de lo que pensaba, hasta me dirijo a ti como si fueses alguien que pudiese escucharme de verdad. Mercedes tenía razón. Julito pasó a ser Julio y me contrató una empresa de mensajería urgente. Aquello era una locura. Siempre llegaba tarde hiciera lo que hiciera y me harté de llevar documentos a las empresas. Los hombres de corbata no dan propinas y rara vez te miran. Son como robots. Te ven entrar, resoplan y te quitan la entrega como si fuese un tesoro de valor incalculable. El mundo de la mensajería es un gran reloj adelantado. Aparte, descubres que el destinatario puede no estar en casa. Cuando llevaba pizzas sabía con toda certeza que me esperaba alguna boca hambrienta, pero cuando se trata de recibir un documento o un paquete, las cosas cambian. En ese trabajo no llevaba gorra, pero seguía buscando mis pies con la mirada cuando esperaba que firmasen el albarán. Y después acabé en la floristería. En este último trabajo casi no cojo la moto y no veas la vergüenza que paso todos los días llevando ramos de flores por la calle. Todas las mujeres que me encuentro me miran con una media sonrisa esperando que el ramo sea para ellas. Y yo tengo que poner cara de pedir perdón como si tuviese la culpa. Los repartos son agradables, no se encargan flores para celebrar un infortunio. Siempre son aniversarios, cumpleaños, el mismo universitario devora-pizzas que le envía un detalle a su novia en la distancia… Luego conocí a Mercedes. Pero lo que te quería contar, y a lo que viene este breve resumen de mi vida como introducción de este nuevo diario, no es otra cosa que la entrega que hice hoy. Fue en Lavapiés, un cuarto piso sin ascensor. Llevaba un centro de rosas, azucenas y tulipanes. Toqué varias veces al timbre y cuando me disponía a dejar las flores sobre el felpudo, una anciana de noventa años abrió la puerta. Me invitó a pasar pero le dije que tenía prisa y era verdad. Me fijé en la tortuga de Carey disecada que tenía sobre el aparador de la entrada. Sobre el mueble había una foto enmarcada de su marido muerto. Colocó las flores al pie de la imagen, dentro de un jarrón de bronce. Al darse la vuelta, lo vi: lucía una esvástica tatuada en su arrugado hombro izquierdo. No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a Mercedes.

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