Because we separate like ripples on a blank shore

Las obras de demolición del viejo estadio comenzaron en octubre. Primero, las excavadoras amarillas fueron rascando el hormigón de la grada sur. Ningún político dio el primer golpe de gracia. Así hasta que una cálida mañana de febrero, el estadio había desaparecido por completo. En su lugar existe actualmente un foso en pendiente de veinte metros de profundidad. Un agujero en el calcetín de Madrid. El foso está vallado por una placa lisa metálica que impide que se caigan los pocos niños que todavía juegan a la pelota en la calle. Un cartel anuncia el presupuesto de la obra e incluye una ilustración del nuevo estadio. Cada mañana, a las siete, tres camiones salen llenos de tierra. Nadie sabe dónde se la llevan. Por la noche, el foco instalado en el cuerpo de la grúa ilumina el fondo del hoyo. Allí abajo asoman semienterradas las calaveras lijadas de falsos mesías de otros tiempos. Los brazos articulados de las máquinas excavadoras descansan clavados en la tierra húmeda. Esta tarde un obrero torpe rompió al finalizar el turno una cañería de la red de alcantarillado y el foso se ha ido llenando de agua a lo largo de la noche. Un cocodrilo africano nada en la superficie, ha entrado por la cañería rota. No encuentra ningún operario de cámara del National Geographic que llevarse a la boca y recorre en círculos su nuevo dominio. Su cola forma pequeñas olas que mueren contra las paredes de tierra. Mientras tanto, allá arriba, el guardia nocturno lee un cómic de la Marvel en el interior del retrete portátil. Observa el foso inundado y descubre al cocodrilo bostezando a la luz del foco. Nadie escucha sus gritos, ni siquiera los borrachos que comen empanadillas de tomate, queso y albahaca en un banco de la acera de enfrente.

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