Paseo en motoconcho

Lo jodido de hacerse mayor es que cada día lo eres un poco más. Subes ahogado las escaleras del Metro, ya no te parece tan ridículo el abrigo de paño negro que te regaló papá y tampoco recuerdas la última vez que escuchaste el primer álbum de Placebo. Con el inevitable advenimiento de los veinticuatro años, he desarrollado la afición por confeccionar listas. Los mayores errores de mi vida o las veces que más he tenido frío. Hoy he estado pensando en el mejor día de mi vida, a miles de kilómetros de aquí. Fue el verano que pasé en República Dominicana. Por la mañana cogí el típico motoconcho, una motocicleta que hace las funciones de taxi, hasta la playa. Qué peligro tienen. Estuvimos cerca de matarnos mil millones de veces. Ya en el muelle, las gaviotas tomaban el sol sobre los botes amarrados y en la cantina de pescadores se servía jugos de papaya y naranja. Tenía un billete para el catamarán con suelo de cristal que daba un paseo turístico entre el cinturón de islotes. El barco era azul y blanco y parecía que se iba a hundir con la primera ola. Era el primer trayecto del día y en cubierta sólo estábamos una familia alemana y yo. Respiré el olor a mar y disfruté el placer de mi primera aventura como adulto. Los rostros de los tripulantes estaban surcados por grietas profundas como resultado de una vida entre aparejos y salitre. El catamarán realizaba pequeñas paradas en cada islote para que pudiésemos hacer fotos. Me di cuenta que había dejado la cámara en la habitación del hotel, al igual que la documentación y el teléfono móvil. Y por primera vez no tuve pánico. Amarramos en la última de las islas, una franja blanca de un kilómetro cuadrado sin rastro de vegetación. Los marineros permanecieron en el catamarán bebiendo cervezas de lata. Los turistas bajamos a tierra firme. Los alemanes se pusieron en bañador y tomaron el sol hasta ponerse rojos. No pregunté el nombre de aquel paraíso desierto, probablemente no tuviese. Pero era perfecto. Me alejé hasta el otro extremo de la isla y me sentí el náufrago de tantos cuentos que leí de pequeño. La orilla estaba llena de conchas y burgados y la arena era fina y virgen. Me desnudé por completo y nadé en el océano. Era como si todo el universo se hubiese reducido hasta convertirse en aquella isla desierta, mi isla desierta. No estuve más de dos horas allí pero fue suficiente. Corrí, salté, grité. Quise hacer fuego con mis manos y escribir gigantes mensajes de socorro con callaos sobre la arena. O convertirme en bucanero e irme de putas a Isla Tortuga. Lo que sea. El mejor día de mi vida por goleada. En el vuelo de regreso a España, me cosí a la ventana para ver mi paraíso a vista de pájaro como si aquello se tratase un documental, y sonreí al encontrarla entre tanto azul mar. Qué lejos parece. Cada día salgo de mi portal madrileño, envuelto en mi bufanda de colores y pensando que cada minuto me hago más viejo. Y cada día busco motoconchos en vez de taxis.

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