No estoy seguro cuándo descubrí lo que era la DMT. Creo que fue en los sucios baños de la sala Macumba, o quizá leyendo una entrevista del batería de Tool en la que enumeraba sus drogas favoritas. De-eme-te. No tenía idea de qué era eso pero sabía que lo debía probar. Echaba de menos estar en Tenerife para bajar las escaleritas de acceso al Parque de La Granja y encontrarme al Químico tomando el sol tumbado en el césped. El Químico es el mejor camello de Santa Cruz, no te hablo del típico desgraciado que te vendería caballo mezclado con aspirina pulverizada. Es la maldita Wikipedia de las drogas. De pequeño su viejo lo enseñaba a liar porros en vez de regalarle una guitarra eléctrica. Años después se convirtió en nuestro chamán, el especialista en los viajes astrales de los niños perdidos de la isla. Cuando lo vi, estaba desayunando un bol de cereales en medio del parque, rodeado por los chavales que se dedican a vender la mercancía en los institutos del barrio, allí donde todos empezamos a pillar. Le susurré de-eme-te al oído y abrió los ojos como el padre que descubre que su hijo se ha hecho mayor. Me señaló que volviese en un par de días y esperé impaciente matando el tiempo en el Hiperdino, mirando el culo de las niñas de doce años. Esta mañana fui a por el Químico y me dio lo mío. Hablamos sobre mis noches en Madrid, me dijo que me veía con buen aspecto y nos dimos un abrazo. Volví a casa y me encerré en el cuarto, estuve viendo algo de porno en el ordenador y después saqué la droga que guardaba en los vaqueros. Aspiré el polvillo blanco de la felicidad. Bienvenida a mi organismo, señorita DMT. Me sentí pionero a punto de descubrir nuevos mundos. Lo primero que advertí fue el aumento del ritmo cardíaco de forma constante y de pronto empezó el viaje alucinógeno. Era como si la parte superior de mi cabeza se despegase y salió otra persona idéntica a mí del interior de mi cerebro. Parecía un truco del Houdini de los mejores tiempos y estudié los movimientos de mi nuevo compañero de habitación. Me habló, pero de su boca sólo salieron notas musicales. Le acompañé moviendo los pies al ritmo de la canción. Después cogió el teléfono y empezó a marcar el número de mi ex. 665…. Entendí que era la cantidad de kilómetros que nos separaban. El teléfono se fundió en su mano. Entonces todo se deshizo y a mi alrededor no había absolutamente nada, me encontraba en un espacio abierto donde no llegaba a distinguir el horizonte y sentía un enorme peso sobre los hombros. El viaje sin tiempo fue rápido y el otro volvió a refugiarse en el fondo de mi cabeza. Pensé en llamar al Químico para contarle la experiencia, o llamar a mi ex y hacerle ver que no encontrará a nadie que la trate mejor que yo. Al final decidí bajar al Hiperdino, en busca de lolitas dentro de mi nueva faceta de pervertido público. No está mal la DMT. Así que de esto hablaban en los baños de la Macumba, o quizá fue el batería de Tool…
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I’ll fall for you soon enough.
I resolve to love.