Tengo miedo a volar. Me refiero al momento de despegue, ese minuto y medio interminable de absoluta vulnerabilidad: una fuerte racha de viento y no habría tiempo ni para repartir los caramelos de bienvenida. El resto lo llevo mejor, incluso puedo disfrutar el aterrizaje pero en este preciso instante, esperando al anuncio del embarque del vuelo, no dejo de pensar en ruedas separándose del asfalto.
El vuelo de las siete y cuarto de la mañana a Madrid es terrible, se mezclan las noticias de ayer con las de hoy en los periódicos abandonados sobre los asientos de la sala de embarque. Y la farmacia está cerrada, así que no hay drogas para el sueño. A través de la ventana poco se puede distinguir aparte de la neblina lagunera, quizá algún turista que lleva en su cabeza un enorme sombrero mejicano como recuerdo de su estancia en las Islas. El taxi que vomita un hombre cargado de equipaje frente a la terminal del aeropuerto de Los Rodeos, recoge dos metros más adelante a un recién llegado al que llevará al mismo hotel de tres estrellas y campo de golf desde el que trajo al primer cliente.
Lo mejor de este continuo desfile de idas y venidas es lo que se queda aquí, las tiendas del aeropuerto llenas de gigantescas barras de chocolate suizo, el tabaco para los despistados de última hora y la botella de ron canario que en Madrid no se encuentra. Estuve por coger una sopa de letras, pero me imaginé los bomberos estudiando mis cenizas tras el accidente de aviación, aferrado a los pasatiempos y me pareció ridículo. Elegí entonces algo de literatura de embarque, un libro gordo acerca de un abogado penalista que investiga unos restos arqueológicos y la KGB le sigue sus pasos. No necesito más, entretenimiento sin pretensiones aderezado con cortas y pegas de aquí y de allá. En la cola para atravesar el detector de metal, observo que una mujer lleva el mismo libro y de pronto viene a mi mente el abuelo Julián, que se quedó adherido a las puertas como el Hombre Araña por culpa de la bala en la cabeza que se trajo de la Batalla del Ebro. La mujer del libro hace cola en la puerta de embarque de mi vuelo, se la ve tan frágil que pienso que se romperá al más mínimo golpe.
A través de una rápida elipsis aparezco ahora en el asiento 15C, pasillo. Como sospechaba, la mujer está en primera clase y yo tengo de compañía una pareja de ancianos y es la primera vez que ella vuela. No soltará la mano de su marido y yo no abro mi libro de embarque. Ya empieza a acelerar el avión sobre la pista y me aseguro que el miedo de despegar es el mismo aquí que ante el primer folio en blanco de una novela, luego lo demás sale por su propia inercia. Pienso en las estadísticas de accidentes de aviones y no da resultado, pruebo entonces con la vieja anécdota de las mujeres que en el aterrizaje juntan sus piernas haciendo fuerza para experimentar la pequeña muerte con disimulo, y tampoco. Empezar por el principio sería aburrido, incluso por el cómo llegó Ana a mi vida... Después de quedarme satisfecho con el rostro de rutina de la azafata, ultimo que la mujer del libro tiene gemelas: Marcela y Vicenta. Y despegamos.
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I’ll fall for you soon enough.
I resolve to love.
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