Feliz daño nuevo

Tengo un gran aprecio por estas fiestas. Los mejores polvos del año suceden en esta última semana, y la noche del veinticuatro y del treinta y uno son perfectas para cazar a las piezas más débiles de la manada. Un año más y un año menos, muchas mujeres actúan como si se tratase de la boda de su mejor amiga de la infancia y buscan un compañero de cama que simbolice el inicio de una nueva etapa llena de buenos propósitos. O por no tener nada mejor, y al fin y al cabo todas las fiestas son lo mismo. Una Nochevieja más, abrazos en Sol tras la docena de uvas de rigor y se brinda en copas de plástico. El resto lo celebra en el calor del hogar, y mientras la abuela da cuenta de un polvorón de marca blanca, el chaval de la casa sale a la ventana a tirar voladores. Y allí me descubre, fumando en la esquina bajo el rótulo apagado de la oficina bancaria. Observa también los coches que van a escasa velocidad hacia ninguna parte. No se pregunta qué hacen allí, pero llevan dando vueltas desde antes de que doblasen las campanas de Sol. Nadie los espera. Estas son mis presas. Son las sillas vacías en la cena de cada familia y ya desfilan ante mí como una pasarela de maniquíes rotos. Al mismo tiempo, en el bulevar de Reina Victoria, los mendigos forman un círculo alrededor de un contenedor de papel ardiendo y acercan sus manos al fuego. Espero apoyado en el semáforo, bebiendo un roncola como una puta de Montera. "Para que una navidad sea bonita, tienes que estar tú", reza un estúpido anuncio en la marquesina de la boca del Metro. Y yo no, digo en voz alta. Dentro de unos minutos la calle se llenará de gente feliz gritando, así que hay poco tiempo. Un coche se detiene y baja la ventanilla. Reconozco a la silla vacía: se trata de una ecuatoriana que trabaja en el Rodilla donde desayuno la tostada de tomate y zumo de lunes a viernes. Me mira e indica con un movimiento de cabeza que suba al coche. Las sillas vacías no son muy habladoras y tampoco hace falta. Siempre es la misma historia con diferentes nombres de mujer y Madrid es el peor lugar en el que pasar sola la Nochevieja. Me susurra que no quiere ir a su piso. Le indico cómo llegar al aparcamiento de las Facultades de Letras de Ciudad Universitaria. Ella sintoniza la radio latina y follamos a ritmo de bachata. Cuando parece que está a punto de llegar al orgasmo, pone sus manos sobre mi cara y me tapa los ojos. Huelen al relleno del sándwich de atún, queso, nueces y oporto; y no puedo parar de reír hasta que terminamos a la vez.

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