Archive for agosto 2008

An Eden of that dim lake


Jardines del Museo Calousté Gulbenkian en una tarde de julio, mi rincón favorito de Lisboa. El profesor de literatura da vueltas sobre sí mismo mientras explica a un grupo de niños con gorra amarilla. Todo puede ser narrado, desde el robo de un banco o la descripción técnica de un dúplex, pero si de pronto en el relato aparece una gasolinera abandonada no hay que descartarla sin jugar primero con ella. Esto sería peligroso si fueses arquitecto y conviertes un dúplex en una gasolinera pero ante un lector, en literatura, en un relato, todo es posible. Varios niños asienten, otros están más pendientes de las tortugas del lago artificial, una chica lee descalza a Don Delillo y por un instante todo se me antoja perfecto, un Edén sin manzanas. En mi bolsillo hay una tarjeta de visita de un tal señor Diamantino, el mejor concierto de fado en el Bairro Alto según el recepcionista de mi hostal. No sé cómo habrá llegado hasta ahí, tampoco sé muy bien cómo volver a casa. La mujer del libro tiene un dragón tatuado en la espalda. Cuando decido hacer una fotografía con la que congelar esta escena para siempre, descubro que la chica y el dragón ya no están, el profesor y los niños han entrado al Museo y ya sólo hay parejas besándose. No sale mi Edén particular en la instantánea, pero qué más da. El qué hacer con la tarjeta del señor Diamantino o decidir la manera de volver a casa son historias triviales, como estas palabras carentes de intensidad. Por eso están aquí.

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Puente de Einstein-Rosen

Odette enciende un cigarrillo tumbada en la cama y canta las primeras estrofas de uno de sus grandes éxitos de los ochenta, esta vez sin orquesta. Al mismo tiempo y en otra ciudad, una anciana abre una bolsa de supermercado y de su interior lanza rebanadas de pan a las palomas del parque. Unos kilómetros más al sur, un hombre se masturba en la sesión de las 11.15 en una sala X en el preciso instante que un joven estudiante de Letras introduce un dedo en uno de los agujeros de bala que salpican la fachada de su Facultad, como si quisiese trasportarse a los tiempos de la Guerra Civil por medio de este agujero de gusano. Odette se levanta y abre el grifo de agua caliente y observa un par de pelos rizados del hombre del espacio nadando en el fondo de la bañera; en la otra ciudad las palomas se multiplican y rodean a la anciana exigiendo más comida de la que lleva en la bolsa, el hombre eyacula ahogando un gemido a la vez que el actor porno de la pantalla y el estudiante mira a su profesora con ojos de verdugo. Odette coge la cuchilla y se hace la muerta minutos antes de que el estudiante llore a la profesora tras la revisión del examen de septiembre. La anciana será encontrada por unos chavales que jugaban al fútbol, medio devorada por las aves del parque y no ocupa ni media columna en la sección de sucesos del periódico local. A dos manzanas de allí, su marido esperará horas solo en casa a que ella regrese delante de un plato de lentejas y decidido a confesarle sus visitas matutinas a la sala X del barrio.

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Estrella fugaz

En el interior de esta gran bola de cristal se observa una playa con forma de media luna. Hay una hoguera encendida y varios jóvenes bailan alrededor de ella como si fuesen indios apaches. Unos metros a la izquierda, una pareja está tumbada sobre la arena amarilla. Otro joven está sentado sobre una piedra tocando la guitarra, así que debe ser el líder de la tribu. Horas antes todos han aplaudido la desaparición del sol bajo el horizonte y de noche el mar parece una lámina de papel de aluminio. La pareja se abraza, es la última noche de este amor de verano. Ella se desabrocha la parte superior del biquini y sonríe a la vez que pone la mano de él sobre su pecho descubierto. Es entonces cuando un movimiento divino agita esta bola de cristal y una estrella fugaz cruza el cielo. Ella pide con los ojos cerrados que él no regrese a la Gran Ciudad mañana; él no desea nada, no cree en estrellas fugaces. Pocos instantes después, la luz desvanece. Vuelve a agitarse esta bola de cristal durante horas hasta que se hace de día. Las televisiones ofrecen imágenes recogidas del transbordador espacial desintegrándose en su descenso nocturno, una gran bola de fuego, una estrella fugaz sin deseos.

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Compromisos contractuales

Si entras a mi piso, lo primero que encuentras a la izquierda es una enorme puerta de madera cerrada de casi tres metros de alto. Y está así desde el primer día que llegué, cuando todavía estaba el cartel de "se alquila" en el portal. Aquí no puedes entrar, señaló la casera y recordé a Marta, aquella niña de Tejina que me dijo las mismas palabras una noche de verano. Y lo cierto es que me hizo gracia y fue una de las razones con las que convencí a Odette para vivir aquí. Después firmaríamos el contrato y la cláusula número seis reza lo siguiente: "La arrendadora se reserva una habitación del mencionado piso, al que podrá acceder con el correspondiente permiso. Si se advierte la entrada no permitida a la misma por parte de una persona ajena a la propietaria, se procedería a la rescisión del presente contrato". He intentado derribarla y no cede, ya se ha convertido en una institución el invitar a comer a las cinco de la mañana a los amigos de la noche y terminamos lanzándonos sobre ella como si nos fuera la vida en ello. No sé qué esperaba encontrar: los cadáveres de sus progenitores o un corazón delator, no sé.
Hoy he regresado de la Agencia y la puerta estaba entornada, invitándome a entrar. Se trata de un elegante despacho, con una mesa vacía y a cada lado dos funcionarios esperándome, uno con las manos ocupadas de documentos y el otro con los brazos en jarra. Dejé la chaqueta en el perchero, me senté y pedí mi pluma de plata. El hombre de la izquierda estuvo pasándome expedientes y señalaba en la primera página dónde debía firmar, y en un instante el documento desaparecía de la mesa para pertenecer al hombre de la derecha, un funcionario enjuto extraído de una película de Bergman. Tras dos horas de dibujar garabatos, pedí un descanso para ir al servicio y desde ahí espié por la ventana cómo la pareja del tercero hacía la revolución sobre la lavadora.

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Alegrías comprimidas

María ha empleado la mañana en calcar el perfil de los edificios que se ven desde su ventana con tinta indeleble sobre el cristal. Mientras allí abajo, en la boca del metro, una mendiga intenta vender un hueso de jamón a los que se aventuran en desplazarse por los intestinos de la ciudad. Lleva dos días que no se mueve del sofá, una vieja manta azul y una caja abierta de Valium sobre la mesa de centro. Tiene la televisión encendida, sin volumen. En todos los canales hablan del accidente del transbordador espacial y lo comparan con el Columbia en 2003. Finalmente, el hombre del espacio vio frustrado el regreso de su viaje particular por las estrellas. Hoy María no ha ido a trabajar al aeropuerto y su móvil vibra sobre la mesita, se dice a sí misma que debería estar de tránsito a Zúrich. Mira la hora en su reloj atómico y se sorprende de lo rápido que pasa el tiempo cuando se está bajo la influencia de los psicotrópicos. Coge otra pastilla de 5 miligramos de felicidad, la coloca debajo de su lengua. El enviado especial en Cabo Cañaveral, la televisión y las paredes se alejan poco a poco y María se hunde en el sillón.

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Coyote y Correcaminos

La escena se había repetido mil y una veces en la pantalla de los televisores de medio mundo: el astuto Correcaminos conseguía zafarse de las trampas marca ACME preparadas por el Coyote. Sin embargo, los directivos de la empresa patrocinadora estaban descontentos con la imagen ofrecida por sus productos siempre falibles. Los guionistas de la Warner decidieron entonces que para el especial de Navidad el Coyote por fin atraparía al Correcaminos gracias a los explosivos ACME. Decidieron que el programa sería en directo, calcularon unas audiencias que serían históricas. Se construyó un enorme plató para la ocasión escenificando el desierto de Tucson, Arizona.
Llegó el gran día. Luces, cámara, acción. Las cámaras siguieron el recorrido de la polvareda que formaba a su paso el Correcaminos y sobre el risco aguardaba el Coyote frotándose las manos. Y entonces, no ocurrió nada. El Correcaminos atravesó el desierto sin dificultad mientras el Coyote salía de plano. Se negó a seguir con la grabación y abandonó el estudio ante el estupor del equipo técnico. El despido disciplinario no tardó en llegar. El Coyote argumentó que no quería atrapar al Correcaminos, traicionaría a su personaje y a los espectadores tras años y años de intentos fallidos. Días después los periódicos de Los Ángeles recogieron el ingreso médico del Coyote debido a un suicidio no consumado. Al parecer, se había intentado ahorcar con una cuerda de la marca ACME atada a la rama de un alcornoque. La cuerda se rompió, claro.

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A dos metros bajo las estrellas

Me hice el dormido cuando viniste a despertarme. Qué bien se está en la cama cuando tú no estás en ella, cariño. Esos treinta minutos que transcurren entre que apagas el despertador, te duchas y vuelves para despertarme cada día me saben más a gloria. Sospecho que sabes esto y por eso has invadido mi reinado de treinta minutos diarios sin declaración previa, acostándote en tu lado de la cama para contar estrellas en silencio.
El ejercicio de contar estrellas no tiene poesía alguna: Odette, mi mujer y actual invasora bajo las sábanas, creyó que era buena idea pegar estrellas fluorescentes en el techo y así coger el sueño entre sumas. Una suerte de homenaje al hombre del espacio. También yo las cuento cada noche. Ciento veinticinco. Mañana es el día, una vez más allá arriba y no quiero, y no quiero. Hay noches que la luz que se filtra por los agujeritos de la persiana me permite espiar a Odette. Ella también mira fijamente al cielo de estrellas plásticas que tenemos a dos metros sobre nuestras cabezas. Hace un mes, por Nochevieja, me dio toquecitos en la espalda y no tuvo respuesta. Me hice el dormido.

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Happy hour

Delante de él, María vuelve a preguntarse qué está haciendo aquí. Son las once de la noche de un viernes de agosto, la "hora feliz" en un bar de moda de la parte vieja de la ciudad. Él no bebe, sólo habla. María todavía lleva el uniforme de azafata, el último vuelo de regreso llegó con retraso y no tuvo tiempo para cambiarse. Él le pregunta por los lugares que ha visitado y le reta a un examen de capitales del mundo. María falla Burkina Faso. Le pide salir fuera del bar, hace un calor horrible y se sientan en el murito de enfrente. Ella juguetea con el palillo que termina en aceituna dentro del cocktail Spritz. Cava, campari, gaseosa y una rodajita de naranja. Le señala el otro lado del muro, los restos de la necrópolis romana que se salvaron de quedar enterrados bajo los cimientos de la Catedral. Las tumbas emergen entre la hierba a modo de dos hileras paralelas, bloques de piedra redondeadas. La "hora feliz" termina a las doce. Ella le pregunta por el accidente del transbordador espacial mientras se quita los tacones. Escucha la respuesta de su compañero con la mirada fija en las tumbas. Muerde la aceituna y piensa que el cocktail le ha subido demasiado. María ríe con la boca abierta.

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Punto de no retorno

El hombre del espacio salió del portal e inhaló aire con fuerza. Allí estaban los vecinos de siempre en el banco, viendo la vida pasar. También reconoció al chófer de la Agencia esperándolo de pie junto a un Volvo negro. Volvió la vista al portal pero no estaba Odette en bata, tampoco la esperaba. Unos operarios pintaban la fachada de la cafetería de enfrente en tonos pastel. Giró su cabeza a la izquierda y no vio a nadie. Pensó un instante en María, la azafata del segundo y se dijo a sí mismo que no le había respondido al mensaje de móvil que recibió anoche. Volvió a respirar con fuerza y miró por última vez al portal. Antes de dar los últimos pasos en dirección al Volvo, un chico se cruzó por la derecha pateando un balón. El hombre del espacio lo detuvo y en silencio se agachó para atarle los cordones de las botas. "Me estoy haciendo mayor", susurró antes de estrechar la mano al chófer que le llevaría por última vez al trabajo.

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Postales desde Mercurio

Entro en el baño y abro la llave de la ducha. El reflejo del espejo me recuerda que quizá no quepa en el traje de kevlar y me entra la angustia. Ya oigo a Odette haciendo la cama mientras silba aquella canción de un hotel de Nueva York. Dios, nunca recuerdo el nombre. Me visto en el cuarto intentando evitar su mirada. Creo que va a llorar de un momento a otro. Tropezamos al salir de la habitación y mientras preparo café, ella se queda en el sofá viendo el plano fijo del transbordador espacial en Cabo Cañaveral. La nevera está casi vacía y apunto leche semidesnatada en la pizarrita. Odette está fumando, parece nerviosa por la cuenta atrás. Me encantaría decirle que no tiene la culpa de nada y no tengo fuerzas. Sería más fácil si ya estuviese lejos de aquí. Te escribiré una postal desde Mercurio.

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