A dos metros bajo las estrellas

Me hice el dormido cuando viniste a despertarme. Qué bien se está en la cama cuando tú no estás en ella, cariño. Esos treinta minutos que transcurren entre que apagas el despertador, te duchas y vuelves para despertarme cada día me saben más a gloria. Sospecho que sabes esto y por eso has invadido mi reinado de treinta minutos diarios sin declaración previa, acostándote en tu lado de la cama para contar estrellas en silencio.
El ejercicio de contar estrellas no tiene poesía alguna: Odette, mi mujer y actual invasora bajo las sábanas, creyó que era buena idea pegar estrellas fluorescentes en el techo y así coger el sueño entre sumas. Una suerte de homenaje al hombre del espacio. También yo las cuento cada noche. Ciento veinticinco. Mañana es el día, una vez más allá arriba y no quiero, y no quiero. Hay noches que la luz que se filtra por los agujeritos de la persiana me permite espiar a Odette. Ella también mira fijamente al cielo de estrellas plásticas que tenemos a dos metros sobre nuestras cabezas. Hace un mes, por Nochevieja, me dio toquecitos en la espalda y no tuvo respuesta. Me hice el dormido.

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