Archive for octubre 2008

It's All Gonna Break

Nunca quise que esto sucediera. Quizá tengas razón, se me da mejor el papel de “ex” que el de novio a secas. Ahora estás a muchos kilómetros de distancia y a una llamada de teléfono, qué fácil parece. Te dije que no te llamaría y no lo he hecho. Tampoco he contado a nadie que me dejaste, ya sabes que no suelo hablar de mis cosas. Anoche salí con los chicos y fingí que mi vida sigue igual.
Lo de la cabeza es terrible, yo creo que no tiene arreglo. El Tryptizol me mantiene tranquilo por las noches, pero percibo que el hormigueo sigue ahí, como si algo me estuviese carcomiendo el cerebro poco a poco. Y no sé por qué te cuento esto. Escribo desde Callao, junto a la fuente donde nos hicimos la foto con Preciados iluminada por las luces de Navidad. Un mendigo sentado sobre cartones en las puertas del cine lanza una pelota a un perro que ladra. El 44 aparecerá de un momento a otro para llevarme a casa de nuevo y me jode mucho ver la publicidad del Ikea en el cartel de la parada. Me hace recordar cuando pensábamos en amueblar la casa, con aquel aparador de motivos japoneses que tanto te gustaba. Y ahora qué, no puedo ni llamarte. No debería llamarte.
Aunque me lo vuelvas a explicar, seguiré sin entenderlo. Supongo que no llegué a sintonizar tu amplitud de onda, no nos entendimos nunca y es mejor así para los dos, que estés bien lejos. Debería buscarme a otra, acostarme con más mujeres y buscar alegrías entre sus piernas. Y pensaré que ya estás con otro, pero ese te llenará de todas las formas que yo no conseguí. Y entonces esto, mi vida, ya se habrá convertido en una mierda definitivamente.

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Turquesa y plomo

En las tripas del metro de Nueva York crecen ratas enormes, del tamaño de un bebé humano de catorce meses. Crecen rápido sin la luz del sol y la red de túneles constituye la madriguera perfecta para su desarrollo. Algunas son torpes y caen a las vías, otras se suicidan. En invierno todas se refugian en los andenes de esta estación bajo Manhattan, el cuartel general. Se avecina un invierno duro y las ratas lo saben. Sería divertido conocer qué pensará la siguiente especie que domine el planeta acerca de este mundo subterráneo. Nuestras cuevas de Altamira, nuestros mamuts de acero. Duermen de día y por la noche buscan restos de comida basura, o mordisquean cables eléctricos cuando no están fornicando de forma compulsiva como si su organismo produjese Cialis. Una de ellas flota inerte en un charco de petróleo, una composición impresionista en colores turquesa y plomo que podría estar colgado en un museo moderno de la superficie. Allí arriba no hay nadie, el sol ilumina pero no calienta la desierta Wall Street. Algunas hojas de periódico son arrastradas de un lado a otro por el viento y en ellas se anuncia a cuatro columnas el derrumbe del mercado financiero.

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Anuncio para buscar pareja en el periódico

Busco una mujer que pueda desvestir mientras duerme tras ser la reina de la fiesta. Una que me convierta a su religión y pueda sacarla en procesión bajo el palio de mi paraguas los días de lluvia. Que me haga perder la guerra, que torture mi cuerpo sin importarle Ginebra. Que lleve tacones altos a la estación del tren, que tenga la belleza de las actrices de la etapa dorada de Hollywood. Que me desafíe en un juego de suma cero. Que sea un planeta en sí mismo y que mis satélites giren alrededor de ella. Busco todo lo que no he encontrado hasta ahora, simplemente. Hasta entonces seguiré con Odette, mi sucedáneo preferido de felicidad.

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Y Dios en la de todos

Una de las cosas que me gusta de Ciudad Universitaria es su carácter de microcosmos particular con sus reglas propias y sus personajes característicos, de la misma forma que adoro las farmacias o los aeropuertos. Por eso me sigue sorprendiendo ver este curso a las rumanas sordomudas mostrándote una lista de firmas para que añadas la tuya, especie típica del centro de Madrid pero que este otoño ha emigrado hacia Ciudad Universitaria. El que sigue año tras año es el chico que reparte octavillas de un psicólogo con su oferta estrella de psicoanálisis a 30 euros si tienes carnet de estudiante universitario. Una verdadera ganga, la verdad. Me gustan los jueves porque termino a las once y media mientras el resto sigue sus clases en la Facultad. Esta mañana bajar la acera de Paraninfo fue más difícil por el viento y la lluvia, uno me adelantó descendiendo con periódicos metidos por dentro de la chaqueta y asumí que me encontraba en medio de una etapa pirenaica. Sálvese quien pueda, llegó el otoño a Madrid. En la parada de la línea F sólo había una chica y la conocía porque asistimos al mismo grupo en dos asignaturas. Tiene unos ojos de sapo graciosísimos y acostumbra a sentarse en la última fila. Ahora se encontraba con los pies sobre el banco leyendo un libro. Sin apartar la vista de entre las páginas, sacó del bolso una pera envuelta en papel de aluminio y empezó a comer. Observé el título del libro: “Cómo cocinar para extraterrestres hambrientos” y pensé en el hummus que hice anoche, no sé muy bien por qué. Por un momento me pareció curiosa la escena: ella estaba ajena al día de perros que hacía, inmersa en su libro absurdo y mordisqueando la pera de conferencia. Recordé la última vez que hablamos: un par de días atrás sobre unos apuntes, y no me había fijado en ella hasta entonces. De pronto tuve una necesidad irreparable de invitarla a casa, ver cómo cocina descalza para extraterrestres hambrientos mientras se secan sus zapatillas Victoria rojas sin cordones junto a la estufa del salón. Me gustan las chicas que leen y comen a la vez, es casi pornográfico para mí. Y pensando tonterías apareció la guagua azul de la línea F. Junto al conductor iba un hombre con pipa y sombrero extraído de un cuadro de Magritte. Miré a la chica, ella hizo lo mismo, sonreímos y subimos para validar el billete del viaje que haríamos cada uno a su casa (y Dios en la de todos).

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Golpe defensivo

En el segundo piso, segunda puerta del número 104 de la calle Vallehermoso del madrileño barrio de Chamberí, Marta Serrano guarda una cebolla en la nevera con el propósito de no llorar cuando prepare la cena. Ha dejado de diluviar al otro lado de la ventana. Un niño está saltando charcos protegido por unas botas de agua, su padre lo observa desde el portal. Al final de la calle, en el campo de golf del Parque Santander, un ejecutivo mejora su swing sin saber que con el movimiento de péndulo coordina 124 músculos. Son las seis de la tarde del sábado 18 de octubre y hay poca gente en la calle, todos están viendo las semifinales del torneo de tenis que se disputa en la Casa de Campo. Marta sale del edificio y se cruza con el niño de las botas de agua. Entra en el bar de la esquina y localiza a Javier entre el grupo de amigos que ven el partido alrededor de una mesa llena de cervezas vacías. La temperatura ha subido medio grado tras el paso de la tormenta, las rachas de viento persisten con orientación constante. Marta ruega a Javier que deje de asediarla a llamadas y mensajes diciendo que por fin la ha olvidado y que sólo consigue que ella lo recuerde de nuevo. Y no quiere, además, fue él quien rompió. En la televisión, el tenista español realiza un revés cortado, un golpe defensivo que sorprende al rival a contrapié. La pelota bota fuera. El partido finaliza. El público aplaude.

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Pasatiempo veraniego

En la playa nudista se produce un crucigrama visual, una suerte de pasatiempo bajo el sol de mediodía. Dos mujeres jóvenes están acostadas sobre la arena y muestran su hermosa desnudez. Ante ellas, en la orilla, un grupo de hombres juega en círculo a pasarse una pelota de fútbol y pronto llegan las demostraciones de quién hace el regate más espectacular a modo de cortejo. Las mujeres ríen divertidas bajo sus gafas de sol y deciden darse un baño en que los continuos juegos y abrazos en el agua hacen las delicias de los veraneantes de edad avanzada que nadan cerca. Después, vuelven a la posición de partida. Un balón lanzado a los pies de ellas inicia la conversación entre dos de ellos y las chicas, consiguiendo que se incorporen para los cómo te llamas-qué estudias con sus genitales al descubierto. Los dos hombres pronto llevan sus miradas a los pezones de una de ellas, descartando a la otra. La agraciada parece que también ha elegido ya: el que tiene un tatuaje de una figura demoníaca en el pubis. Ella busca un bolígrafo en el bolso y escribe su número de teléfono en el pecho de él. Conciertan una cita para enseñarse las vísceras en el apartamento de ella y él vuelve al rondo entre aplausos de sus compañeros. Horas más tarde se resuelve el crucigrama visual con la última línea: ella está vestida y llora humedeciendo el hombro de su amiga.

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Canje de notas

Pienso que la terapia no está funcionando. Ayer, a eso de las cinco tuve otra vez un ataque de pánico sin motivo aparente, y ya no sé qué hacer. Es difícil entender todo esto y más para un jurista que busca la causalidad en cada hecho, en cada momento. Uno aprende de pequeño que jugando a la pelota te puedes caer, sangrar y sentir dolor. Se trata de una consecuencia lógica y no tengo ningún miedo con las situaciones que puedo controlar. Sin embargo, me bloqueo cuando percibo que algo se me escapa de las manos, desde esa bombona de gas butano sin revisar de la anciana del tercero hasta el acto de subirme a un avión comercial. Supongo que si llevase los mandos de control sería diferente. Mi matrimonio tampoco se podría subsumir dentro de ninguna norma jurídica, hice lo posible para formar una asociación permanente pero no sé qué salió mal. De un día para otro rompió toda relación, y como si de un conflicto diplomático se tratase, echó a mis embajadores del Estado de su vida. Y sigo sin saber qué hice, sin entender qué hago en una consulta de un psicólogo, por qué persiste esta cefalea de sesión continua o por qué la medicación no funciona. Simplemente siento que no controlo el territorio del que era mi cuerpo. Estoy en el otro lado de sus límites fronterizos y tiene autonomía propia. De poco van a servir tilas, pastillas y terapias de relajación si la cabeza no quiere relajarse. Ella tiene el control de mando, qué más da que la llamase una vez más. Y qué puedo hacer si tengo mis gobiernos en el exilio.

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Motel de carretera

Dave abre los ojos con dificultad y observa las tres aspas del ventilador que cuelga del techo. La habitación de motel huele a alcohol y tabaco. Debe ser mediodía, aunque la luz sólo se filtra por debajo de la puerta. Una pesada tela de foscurit oculta la ventana que da al aparcamiento. Dave se desplaza entre las sábanas intentando no separar la cabeza de la almohada hasta que alcanza la mesita de noche. En la primera gaveta encuentra un ejemplar de la Biblia, las dos siguientes están vacías. Sobre la moqueta descansan sus vaqueros rotos por las rodillas y una botella de Jack Daniel´s vacía. Posteriormente se incorpora y enciende la televisión. Encuentra la cartera en el bolsillo trasero de los vaqueros y cuenta los dólares que conserva todavía. En la pantalla, dos analistas discuten sobre el debate electoral de la noche anterior y el moderador pregunta por los votos decisivos de Ohio. Dave se detiene, el dolor de cabeza es insoportable. El teléfono está descolgado sobre la mesita. Avanza desnudo hasta la ventana y busca con la mirada su vieja furgoneta. Junto a ella, un poste con el nombre del motel y las letras “No vacancy” escritas con luces rojas de neón. En la puerta está colgado un mapa del interior del edificio y está indicado con flechas la salida de emergencia más próxima. “You are here”, lee Dave y sonríe. En una esquina del suelo del baño encuentra unas bragas negras cubiertas de polvo. Se pregunta si conoce a la propietaria, pero pronto resuelve que lo más probable es que perteneciesen al cliente anterior, o quizá llevasen meses allí, enrolladas y acumulando basura sobre su tela. Dave las coge, vuelve a la habitación y se sienta en la cama delante del televisor. Inspecciona la ropa interior femenina buscando más respuestas sobre sí mismo aparte del mapa sobre cómo salir de aquella habitación en caso de incendio. Las bragas no estaban usadas y tampoco encuentra más pistas en el resto de la habitación. Finalmente, las introduce entre unas páginas al azar de la Biblia y mira hacia arriba, esperando el fin de su existencia. Las aspas divinas no se movieron y Dave decide darse una ducha de agua fría. No hay agua caliente en el motel “Super 8” de Omaha, Nebraska.

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Fútbol de calle

La pelota quedó muerta, sin dueño que la patease una vez más sobre el césped. Allí estaba yo, un líbero clásico de los que no se adentran en campo enemigo, la antítesis a mi hermano Ángel que jugaba de 9 esperando arriba con la caña puesta. Esta es la mía, pensé entonces. Había soñado muchas veces la secuencia y no debía de ser complicado ejecutarla. En la portería contraria estaba Marta, una chica de los edificios de enfrente que gritaba y ponía los brazos protegiéndose la cara cuando alguien chutaba a puerta. Más a mi favor, aquel día no estaba Ricardo, vecino nuestro y guardameta sin igual en el barrio. Su padre no lo dejaba bajar muy a menudo, pero siempre estaba dispuesto a lanzar desde el balcón su pelota para que jugásemos, una réplica del Etrusco de Italia 90. Ángel y yo podíamos pasarnos las tardes allí, uno marcando goles y otro evitándolos hasta que salía mamá a la ventana y en su papel de árbitro inflexible decretaba el final del partido.
Todo sucedió muy rápido aunque recuerdo cada instante a cámara lenta, como en las películas cuando llega el momento de la victoria y suena la melodía de violines y trompetas en honor del héroe. Me escapé por la tangente exterior dejando atrás por velocidad a un chico que nunca supe su nombre pero que jugaba todos los días con la misma camisa de publicidad de la ferretería del padre. Pedro venía decidido a interceptarme fuese como fuese, era el defensor rocoso del equipo contrario, de los de puede pasar el balón o el jugador, nunca los dos a la vez. Ángel acudió en mi ayuda, con una rápida pared me deshice de la amenaza y tenía la portería hecha con sudaderas a pocos metros. Ya creía oír a Marta chillar cuando mandase el balón a la escuadra imaginaria, y mamá saldría a la ventana para aplaudirme y yo levantaría los brazos celebrando por fin el gol de mi vida, ese gol. Sin embargo, no escuché a Marta sino la bocina del tranvía en dirección a La Laguna que se acercaba a lo lejos, anunciando que nos teníamos que apartar de inmediato. Maldije mi fortuna una y mil veces. Tras la obligada pausa, Pedro me derribó sin contemplaciones y allí estuve mucho rato doliéndome, sobre aquel césped por donde el tranvía atravesaba la calle y pequeño Maracaná de nuestros sueños de infancia.

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Las pequeñas cosas (que lo son todo)

Salir de casa pensando que tenías que haberte abrigado más, el portero barriendo la entrada del edificio, atravesar Reina Victoria con las manos en los bolsillos, el conductor simpático de la línea F, los repartidores de periódicos gratuitos formando un pasillo de honor hasta la boca del metro, el barrio de los colegios mayores con algunas persianas todavía bajadas, la pija que se abraza a su carpeta amarilla con el logotipo de la universidad, volver a patear las hojas caídas de los plátanos de Ciudad Universitaria, entregar la ficha al profesor, examen liberatorio en febrero, únete al equipo de rugby de la Facultad, fiesta en Cats de bienvenida, napolitana y café con leche a las once, el escotazo de la chica de primer curso, exposición oral en grupos, los rezagados con el sobre de la matrícula haciendo cola delante de Secretaría, el rumor sobre tal catedrático que se jubila y habrá aprobado general, el programa de la asignatura está en Reprografía, la cerveza en el césped, qué tal te fue septiembre, te tengo que dejar unos apuntes buenísimos, este año acabamos sí o sí…

Primer día de clase. Cómo te echaba de menos, querida rutina.

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Cómo hacerse mayor

En mi cabeza se producen asociaciones aleatorias, fractales de memoria que convergen en puntos indeterminados. Esta tarde ha vuelto a diluviar sobre Santa Cruz, el viento ha traído el olor a cebada de la Cervecera y parecía que por un momento llovía cerveza. Odette está sentada en el centro de la sala, repitiendo los movimientos de la monitora de yoga que sale por la televisión. De pronto me viene a la mente la misma imagen de Odette haciendo yoga muchos años atrás, embarazada de Andrés. Pienso en el chico, antes me estuvo preguntando cómo se hacía uno mayor. Qué cosas. Lo primero que se me ocurrió fue responderle cuándo sentí que perdía la infancia: el día en que mi padre cogió mi bolsa de los boliches y los lanzó al retrete. Andrés está encerrado en el baño, haciéndose mayor. Miro a Odette y no consigo excitarme. Hay días que puede estar callada desde que abre los ojos hasta que se acuesta. Creo que si no fuera por el niño, ya no seguiría en esta casa. Al fin y al cabo, es un tatuaje imposible de borrar aunque quisiera. Sigo fumando sin pensar en nada en concreto hasta que me doy cuenta que el cigarrillo está quemando el reposabrazos del sofá color bengué que compró Odette. No aparto el cigarrillo de la tela y mi corazón se acelera, sincronizándose con el chapoteo de los boliches de Andrés que naufragan uno por uno hacia el fondo del retrete.

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