Turquesa y plomo

En las tripas del metro de Nueva York crecen ratas enormes, del tamaño de un bebé humano de catorce meses. Crecen rápido sin la luz del sol y la red de túneles constituye la madriguera perfecta para su desarrollo. Algunas son torpes y caen a las vías, otras se suicidan. En invierno todas se refugian en los andenes de esta estación bajo Manhattan, el cuartel general. Se avecina un invierno duro y las ratas lo saben. Sería divertido conocer qué pensará la siguiente especie que domine el planeta acerca de este mundo subterráneo. Nuestras cuevas de Altamira, nuestros mamuts de acero. Duermen de día y por la noche buscan restos de comida basura, o mordisquean cables eléctricos cuando no están fornicando de forma compulsiva como si su organismo produjese Cialis. Una de ellas flota inerte en un charco de petróleo, una composición impresionista en colores turquesa y plomo que podría estar colgado en un museo moderno de la superficie. Allí arriba no hay nadie, el sol ilumina pero no calienta la desierta Wall Street. Algunas hojas de periódico son arrastradas de un lado a otro por el viento y en ellas se anuncia a cuatro columnas el derrumbe del mercado financiero.

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