Fútbol de calle

La pelota quedó muerta, sin dueño que la patease una vez más sobre el césped. Allí estaba yo, un líbero clásico de los que no se adentran en campo enemigo, la antítesis a mi hermano Ángel que jugaba de 9 esperando arriba con la caña puesta. Esta es la mía, pensé entonces. Había soñado muchas veces la secuencia y no debía de ser complicado ejecutarla. En la portería contraria estaba Marta, una chica de los edificios de enfrente que gritaba y ponía los brazos protegiéndose la cara cuando alguien chutaba a puerta. Más a mi favor, aquel día no estaba Ricardo, vecino nuestro y guardameta sin igual en el barrio. Su padre no lo dejaba bajar muy a menudo, pero siempre estaba dispuesto a lanzar desde el balcón su pelota para que jugásemos, una réplica del Etrusco de Italia 90. Ángel y yo podíamos pasarnos las tardes allí, uno marcando goles y otro evitándolos hasta que salía mamá a la ventana y en su papel de árbitro inflexible decretaba el final del partido.
Todo sucedió muy rápido aunque recuerdo cada instante a cámara lenta, como en las películas cuando llega el momento de la victoria y suena la melodía de violines y trompetas en honor del héroe. Me escapé por la tangente exterior dejando atrás por velocidad a un chico que nunca supe su nombre pero que jugaba todos los días con la misma camisa de publicidad de la ferretería del padre. Pedro venía decidido a interceptarme fuese como fuese, era el defensor rocoso del equipo contrario, de los de puede pasar el balón o el jugador, nunca los dos a la vez. Ángel acudió en mi ayuda, con una rápida pared me deshice de la amenaza y tenía la portería hecha con sudaderas a pocos metros. Ya creía oír a Marta chillar cuando mandase el balón a la escuadra imaginaria, y mamá saldría a la ventana para aplaudirme y yo levantaría los brazos celebrando por fin el gol de mi vida, ese gol. Sin embargo, no escuché a Marta sino la bocina del tranvía en dirección a La Laguna que se acercaba a lo lejos, anunciando que nos teníamos que apartar de inmediato. Maldije mi fortuna una y mil veces. Tras la obligada pausa, Pedro me derribó sin contemplaciones y allí estuve mucho rato doliéndome, sobre aquel césped por donde el tranvía atravesaba la calle y pequeño Maracaná de nuestros sueños de infancia.

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