Archive for noviembre 2008

Take me, take me to the riot

Lucía baila desnuda junto a la mesa de caoba que preside el salón. No hay música, casi puede escuchar cómo se derrite el hielo dentro del vaso de whisky que lleva en la mano izquierda. En el otro extremo de la estancia, el profesor está sentado frente a un lienzo sobre el que plasma los movimientos de Lucía a carboncillo. En la chaise-longue descansa Isabel, que no aparta la mirada de su compañera tras unas gafas de aviador. Sobre la moqueta hay varios libros, una guitarra española y el uniforme de Lucía. Isabel fuma haciendo anillos de humo que van quebrándose en su ascenso hacia el techo. El profesor le pide que cante e Isabel se incorpora, coge la guitarra y tararea una azucarada serenata sobre el paradero de los niños perdidos. Isabel canta con los ojos cerrados, casi susurra las estrofas. En la cocina hay un brasero encendido con una tetera hirviendo encima. El profesor se levanta para preparar un té verde para tres y en sus pantalones se refleja una erección que hace dibujar una sonrisa en la cara de las alumnas. Lucía aprovecha para abrir las cortinas y contempla el exterior. Los coches arden, hay gente que corre de un lado a otro y la revuelta parece un éxito sobre las calles de París.

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Elige tu propia aventura

Nunca tuve fe en los psicólogos, tampoco en los dentistas. Sin embargo, las fuerzas del orden interplanetario me instaron amablemente en concertar una cita con el primero de ellos y así hice. Cuando visitas a uno, te das cuenta de que no hay diván, bloc de notas ni música relajante de olas acariciando alguna playa caribeña. Descubres asimismo que el psicólogo habla más que tú, y es fácil dudar sobre quién estudia a quién. El mío es un chileno de barba recortada y en su despacho hay un libro titulado Viaje en torno de mi cráneo que me hace sonreír cuando lo veo. En la sesión de la pasada semana estuvimos hablando de nuestras lecturas de infancia y me recordó aquellos libritos rojos en donde podías elegir varias opciones y saltabas de página en página cayendo siempre en los finales malos. Elige tu propia aventura. Me comentó que debía plantearme la vida como un libro de aquella colección. Debía pensar antes de subirme a la guagua que me lleva todas las mañanas a la Facultad, si esa era la opción que quería. O si me decidía por caminar en dirección contraria hasta llegar al parque, con el correspondiente salto de página. Comprar una chapata o un pan integral, llamarla por teléfono o no, seguir huyendo o entregarse. Saltas el torno del Metro y regateas al guardia de seguridad, sigue en la página 37; o compras un billete sencillo a la taquillera, página 82. Es divertido pensar que detrás de cada pequeña elección hay una aventura esperando para desplegarse ante ti con tablero y personajes nuevos. He hecho caso al psicólogo barbudo y por ahora estoy satisfecho. El problema será cuando me encuentre con el final malo de morros y no me dejen volver atrás.

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Un placer para los sentidos

Verdaderamente un placer para los sentidos. Un oasis de belleza entre tantos muertos feos. Me pregunto cómo se llama, a dónde se dirigía. Está tumbada sobre el paso de peatones y tiene sal en los labios. La carpeta de estudiante universitaria descansa varios metros más abajo y las hojas de apuntes danzan alrededor del cadáver. Mi compañero busca una manta en la ambulancia y la arropa en su cama de asfalto y hielo. El resto del círculo seguimos venerando el altar improvisado, oliendo su perfume de heliotropo. Me gustaría saber qué fue lo último que vieron esos ojos azules. Aquí no podemos hacer mucho más. Llaman por radio, han encontrado a un anciano convulsionando en el servicio de una taberna cercana. Vuelta a la rutina. Alguien susurra que es como si estuviese durmiendo. Tiene razón, en mis veinte años de médico del Samur no había visto un fiambre tan bonito.

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La gran evasión

Ya sólo resta que enciendan las luces, lo demás está preparado. Es Navidad en Madrid y el centro ofrece las estampas propias de esta época: los músicos ambulantes que interpretan villancicos para acordeón y trompeta, los puestos de castañas asadas a tres euros la docena, la cola frente a Doña Manolita con las ilusiones divididas en décimas partes, y los árboles de plástico ya decorados que venden los chinos. He recorrido el centro con las manos en los bolsillos del abrigo de paño acariciando el bote de las pastillas para las crisis. Mi amuleto favorito. La Gran Vía era un río de gente y creí que allí la encontraría por fin. Incluso ensayé un discurso con el que conseguir que cayese rendida en mi cama y volviese conmigo. Por supuesto, no apareció. Quizá ya ni viva en Madrid, no sé. Paré un taxi cuando sentí que la cara me dolía del frío. Regresé a mi calle, la de las aceras anchas y los sueños cortos. Un trabajador de la limpieza viaria, armado con un brazo de aire a presión, jugaba con las hojas caídas desplazándolas hasta componer pequeñas montañas marrones y verdes. Planeé no volver a casa, huir corriendo de esta ciudad y ver desde muy lejos cómo arde por combustión espontánea. O por la caída de un meteorito, me da igual. Sería divertido vivir una temporada en Las Vegas, esnifando cocaína en el ombligo de una prostituta de cincuenta dólares. Me iría ahora mismo, no dejaría ni una nota explicativa en la nevera. Pero cuando ya tenía planeada la evasión, un golpe de aire me llevó hasta el portal y no ocurrió absolutamente nada más.

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Epílogo

Marta sale del edificio y avanza deprisa haciendo resonar los golpes del tacón, hasta que desaparece por la esquina de la calle. Son casi las once de la noche y sólo están encendidas las luces del ático. En la otra acera, J. espera de pie sobre la sal de los adoquines. Esta noche nevará, reflexiona al cruzar la calle desierta. La cerradura del portal sigue estropeada y sólo tiene que empujar la enorme puerta de cristal para adentrarse en el edificio. Sube hasta el cuarto piso en el viejo ascensor que supera cada piso con un lamento mecánico. No hay nadie en el rellano y se agacha para coger las llaves debajo del felpudo, donde las deja Marta. Le invaden múltiples sensaciones al entrar de nuevo en aquella casa, aún huele al perfume caro que utiliza en las ocasiones especiales. Sonríe al descubrir las raquetas de bádminton con las que jugaban en el salón con el sofá a modo de red. Abre el gabinete del baño donde solían guardar los medicamentos y estudia cada frasco naranja etiquetado con el nombre de ella y la dosis correspondiente. Xanax, dice en voz alta. En el lavabo está una barra de labios y J. se pinta ante el espejo. Recorre el pasillo a oscuras. Se sienta en el suelo del salón y apoya su cabeza en el brazo del sofá de dos plazas, recordando la imagen de los cabellos rizados de Marta trepando por la tela del sofá como si fuese un río navegable. Estaba todo en su sitio, como antes. Y sin embargo, los días pasan sin ti, sin mí. Enciende la lámpara de lava y coge un cigarrillo de la mesita. Da un par de caladas y lo deja en el cenicero humeando con la marca de pintalabios en el filtro. Junto al teléfono está la agenda de direcciones, abierta por la letra P y observa que falta la fotografía suya en El Retiro, dando patadas a las hojas caídas y sonriendo con la boca abierta al objetivo de la cámara. Marta adoraba aquel instante congelado. El humo dibuja ondas verticales hasta que J. apaga el cigarrillo, cierra los ojos e inspira fuerte el perfume de ella y el olor a su tabaco. Está ahí sentado unas horas que se le antojan segundos y abandona la casa. Esconde las llaves debajo del felpudo y mira el interior imaginando posibles finales abiertos mientras empuja lentamente la puerta hasta cerrarse del todo.

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Un lobo en la puerta

Yaiza, una Golden Retriever blanca, duerme acostada sobre el costado izquierdo en el centro de la salita. En la habitación contigua, Jaime pega a sus zapatillas favoritas unas alas hechas de papel para poder salir volando cuando le persigan los chicos en el recreo del colegio. La madre, Paula, le grita desde la cocina que recoja de una vez las bacotas que están desperdigadas por el pasillo. En la habitación del abuelo no hay nadie pero huele a él. Paula está preparando un batido de mamey siguiendo la receta de su tía cubana. Mientras, escucha una tertulia radiofónica sobre el putamen y la ínsula, dos regiones cerebrales que son parte del circuito del odio, y piensa que cada vez le cuesta más controlar a su Miss Hyde particular. El padre, José Juan, está en el baño aplicándose claras de huevo sobre la coronilla. Tiene una entrevista de trabajo a las cinco. Todavía desconoce en qué estación del Metro tendrá que bajarse. Desde la ventana del pasillo se observa una cuerda que llega hasta el balcón de la salita y en la que cuelga un pantalón de pana con parches en las rodillas. Suena el timbre de la entrada. Se trata de Guillermo, el pecoso lector de contadores del Gas Natural. Paula apaga la radio y nadie abre.

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Miss American Pie

Anoche me vestía en silencio y estuve pensando en cuándo me hice mayor. Ya no tengo la ilusión desmedida de las horas previas a la fiesta de los viernes, no pongo la música alta mientras elijo qué ponerme o salgo sin condones en la cartera. Y así llegamos al bar de siempre hablando de la política exterior norteamericana en vez de quién triunfaría esa noche. Lo bueno de hacerse mayor es descubrir el placer de los límites, el no tomar una copa por su interacción con el tratamiento médico, o apoyar el hombro en la barra y ver cómo bailan en la pista las nuevas generaciones. Me tomé una cerveza que saboreé como si fuese la última de mi vida, consciente de los efectos que tendría sobre mi organismo atiborrado de antidepresivos tricíclicos. Sonaron las canciones de todas las noches, coreadas por un grupo de chicas que danzaban con los brazos levantados y pensé que quizá no me había hecho mayor del todo. Estudié la anatomía de cada una de las chicas que componían el círculo de chicas y pude percibir desde la barra el olor a virginidad de varias de ellas. Una, la más alta, miraba de un lado a otro como quien busca un héroe que la llevase fuera, a cualquier otro lugar. Decidí que era la presa perfecta y me acerqué a ella lentamente, disfrutando de cada instante de viejas sensaciones casi olvidadas. La cogí de la mano y nos retiramos del campo de batalla sin despedirnos de los demás. Me confesó en la cama que era menor y que sentía mariposas en el clítoris. Follamos como si se tratase de un accidente frontal en una autopista. Me imaginé que eras tú y la llamé por tu nombre. Luego me he quedado toda la noche con los ojos abiertos, abrigado por la sábana todavía húmeda y contemplando a la chica sin saber cómo explicar que no puedo dormir hasta que no se vaya.

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Placeres de la taxidermia

Llegar a ser guardia nocturno del Instituto Geográfico no fue sino la consecuencia lógica en la vida de Pedro Fraguas. Era un trabajo sencillo y pagaban bien. Se trataba de un museo de segunda como para tener fantasma propio. Pronto descubrió los placeres que le ofrecía aquel enorme edificio dividido en pabellones y de fachada decimonónica. Acostumbraba a dar dos paseos a lo largo de las salas llenas de mapas antiguos protegidos por vitrinas al ritmo que marcaba la constante melodía de las llaves que colgaban de su cinturón. El resto del tiempo se sentaba en la pecera destinada al guardia de turno, apagaba el televisor de circuito cerrado y ponía los pies sobre la mesa. Las noches de noviembre eran sus favoritas, la calle estaba desierta y sólo un par de luces encendidas en el bloque de viviendas de enfrente revelaban a los que estaban despiertos hasta tarde. Pedro realmente disfrutaba de su solitaria rutina. Además, le gustaba estar despierto mientras el resto del mundo dormía, aquello le hacía sentir seguro. Razonaba que peor sería ocupar un lugar inferior en la pirámide trófica como Evaristo, el anciano de la limpieza, que se encarga de recoger algún envoltorio de chocolatina de la última visita guiada o los restos de palomas muertas en el tejado. A medianoche su novia le llevaba la cena y un termo de café. Era el único momento en que Pedro salía del edificio para saludarla a través de la verja de la entrada. Observó que ella olía esta noche diferente, un perfume más caro quizá. De vuelta a la pecera, no cenó y estuvo resolviendo el crucigrama del periódico mientras chupaba una pastilla de regaliz Juanola. Miró el reloj, dentro de su rutina de guardia nocturno solía llamar a Eva a las dos de la madrugada. Se trataba de su anterior pareja, que ahora mantenía una relación con un asesor financiero engominado que trabajaba en Torre Picasso. Eva siempre estaba despierta por un problema de insomnio. Tenía una obsesión con los hombres que la hacían sufrir y hablaba sin parar. Pedro aprovechaba muchas noches para masturbarse en silencio mientras la escuchaba, mordiéndose el labio inferior para callar su orgasmo. Esa noche Pedro no la llamó, de la investigación policial posterior apreciamos que dio un último paseo por los pabellones y descendió a la planta del sótano, que siempre había estado vacío. Allí apareció el cadáver, rodeado de cientos de animales disecados que habían depositado los encargados del Museo Natural durante la tarde anterior a los hechos. Un traslado de fondos entre museos que resultó fatal para el guardia nocturno. El cuerpo apareció junto aquel calamar gigante que encontraron unos marineros en las costas cántabras a principios del siglo pasado. Evaristo tuvo que barrer las pastillas de regaliz que se habían desperdigado por el suelo y la mirada de cristal de un ciervo de ocho puntas hizo que le recorriese un escalofrío por la espalda.

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