Placeres de la taxidermia

Llegar a ser guardia nocturno del Instituto Geográfico no fue sino la consecuencia lógica en la vida de Pedro Fraguas. Era un trabajo sencillo y pagaban bien. Se trataba de un museo de segunda como para tener fantasma propio. Pronto descubrió los placeres que le ofrecía aquel enorme edificio dividido en pabellones y de fachada decimonónica. Acostumbraba a dar dos paseos a lo largo de las salas llenas de mapas antiguos protegidos por vitrinas al ritmo que marcaba la constante melodía de las llaves que colgaban de su cinturón. El resto del tiempo se sentaba en la pecera destinada al guardia de turno, apagaba el televisor de circuito cerrado y ponía los pies sobre la mesa. Las noches de noviembre eran sus favoritas, la calle estaba desierta y sólo un par de luces encendidas en el bloque de viviendas de enfrente revelaban a los que estaban despiertos hasta tarde. Pedro realmente disfrutaba de su solitaria rutina. Además, le gustaba estar despierto mientras el resto del mundo dormía, aquello le hacía sentir seguro. Razonaba que peor sería ocupar un lugar inferior en la pirámide trófica como Evaristo, el anciano de la limpieza, que se encarga de recoger algún envoltorio de chocolatina de la última visita guiada o los restos de palomas muertas en el tejado. A medianoche su novia le llevaba la cena y un termo de café. Era el único momento en que Pedro salía del edificio para saludarla a través de la verja de la entrada. Observó que ella olía esta noche diferente, un perfume más caro quizá. De vuelta a la pecera, no cenó y estuvo resolviendo el crucigrama del periódico mientras chupaba una pastilla de regaliz Juanola. Miró el reloj, dentro de su rutina de guardia nocturno solía llamar a Eva a las dos de la madrugada. Se trataba de su anterior pareja, que ahora mantenía una relación con un asesor financiero engominado que trabajaba en Torre Picasso. Eva siempre estaba despierta por un problema de insomnio. Tenía una obsesión con los hombres que la hacían sufrir y hablaba sin parar. Pedro aprovechaba muchas noches para masturbarse en silencio mientras la escuchaba, mordiéndose el labio inferior para callar su orgasmo. Esa noche Pedro no la llamó, de la investigación policial posterior apreciamos que dio un último paseo por los pabellones y descendió a la planta del sótano, que siempre había estado vacío. Allí apareció el cadáver, rodeado de cientos de animales disecados que habían depositado los encargados del Museo Natural durante la tarde anterior a los hechos. Un traslado de fondos entre museos que resultó fatal para el guardia nocturno. El cuerpo apareció junto aquel calamar gigante que encontraron unos marineros en las costas cántabras a principios del siglo pasado. Evaristo tuvo que barrer las pastillas de regaliz que se habían desperdigado por el suelo y la mirada de cristal de un ciervo de ocho puntas hizo que le recorriese un escalofrío por la espalda.

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