Archive for septiembre 2009

El zoótropo

La vecina de enfrente se despierta a mediodía. Sube la persiana hasta la mitad, abre la ventana y deja los tacones en el alféizar. La vecina de enfrente tiene curvas superlativas y labios entreabiertos insinuando el paraíso. Una chica de calendario en la pared de un garaje mecánico. Hay días que baila desnuda antes de ducharse. Hoy no. Tiene suficiente con levantarse de la cama, con el terremoto que carga sobre sus hombros. Las cosas no van bien para la vecina de enfrente, y a nadie parece importarle. Los hombres se conforman con esos cinco minutos diarios: ella subiendo la persiana y dejando los tacones en el alféizar. La vecina de enfrente no se imagina cuántos la espían, colándose en su vida por la ventana. El espectáculo continúa. Lleva el mismo vestido veraniego a rayas azul marino y blancas. Escribe un mensaje de texto en el móvil y lo manda a un desconocido afortunado. Después enciende un cigarrillo mientras sacude el edredón con fuerza. Este es el momento favorito de los espías. Ellos suspiran en imposibles cercanos. Ella corretea en círculos sin saber qué hacer. Movimientos de acción cíclica simple. Un juguete, una ilusión óptica para los hombres. El espectáculo se suspende hasta la función de mañana. Antes de abandonar el dormitorio, sacude la cabeza como si dijese: "esto no está pasando, esto no está pasando".

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Un burro en brazos

La culpa la tuvo Sebastián, un malabarista argentino que entretiene la espera del semáforo en rojo de la calle Muntaner. El cruce es el puesto de trabajo y el horario es de 9 a 12 salvo festivos. Un laburante, como él mismo se califica. Espera sentado en su sillita de tijera a que el semáforo cambie de color y de un salto invade el asfalto armado con unas mazas. Sebastián es un manojo de nervios, lanza las mazas al aire con gracia y no para de hablar. Yo no lo escuché, conozco su show diario, y gasté el tiempo de espera en cambiar el canal de la radio. Antes de que el semáforo estuviera en verde, Sebastián paseó entre los coches recogiendo las monedas de los conductores. Hay días que debe de ganar más que yo, y encima no tiene a mi jefe echándole el aliento en el cogote. No suelo dar nada, tampoco le doy al chico de Diagonal que se empeña en limpiarme la luna delantera cada mañana. Vamos, que no me considero tacaño. Pero no sé por qué razón, busqué un euro del monedero y se lo di. Error. Y por eso dije yo al principio de la historia que la culpa la tuvo Sebastián. El semáforo se puso en verde y pude bajar la calle en dirección al supermercado. Se nos terminaron las garrafas de agua mineral, y mi mujer es incapaz de beber del grifo como el resto de los mortales. En el aparcamiento me di cuenta de que tenía el monedero vacío, no podía coger un carrito. Recordé la moneda ahora en manos del argentino y así fue. Tuve que cargar las garrafas por los pasillos del supermercado como un burro, de dos en dos, hasta la caja. Y después atravesar el parking hasta el coche. Ahora me duele la espalda y mi mujer está absorta viendo un programa del corazón. Qué vida.

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If I was young, I'd flee this town

Cuando era pequeño quería ser médico, astronauta, delincuente y arqueólogo. Todo a la vez. Hasta que un día mis padres me dijeron que tenía que elegir sólo una profesión. Qué quería ser de mayor. Y yo decía lo mismo, que sería médico, astronauta y lo demás. Más adelante, me explicaron que tenía que vivir con papá o con mamá. Recuerdo que estaban los dos sentados en el sofá y hablaban despacio mirándome a los ojos. Respondí que quería vivir con los dos. Papá me señaló que era un poco tonto. Al final, la juez eligió a mamá. Y las cosas fueron cada vez peor. No volvimos a celebrar una Navidad como las de antes. Odiaba con todas mis fuerzas a los nuevos novios de mamá. Me trataban como si fuese un huérfano, y yo tenía a mis dos padres pese a que ya no vivían juntos. Papá me recogía cada viernes y me llevaba de excursiones a los sitios que yo elegía. Luego me dejaba de nuevo en casa y se despedía de mamá desde el coche. Con el tiempo me di cuenta de que el amor es una continua sucesión de despedidas. Acabé haciéndome mayor, leí a Nietzsche y ya sólo quise convertirme en dictador de primera, con una guardia personal de mujeres musculosas. Entonces ya pensaba mucho en las chicas. Pensaba demasiado, en general. Estudié Derecho para aprender las leyes que acabaría derogando con un manotazo de dictador. En la Facultad conocí a Verónica, una niña de papá y vaqueros pitillo. Me enamoré de ella, y por pura casualidad, ella también de mí. Renuncié a mi proyecto de dictador y me dio igual el destino de los hombres. Al lado de Verónica, los días se hicieron largos. Pude ser su médico de cabecera, el astronauta que le transportó a otros planetas, el arqueólogo que descubrió reliquias entre sus piernas, el delincuente que le robó el alma. Fui asquerosamente feliz por primera vez en mi vida. Ella no tanto. La relación acabó pronto, sin mucha literatura. Aparecieron otras chicas pero ninguna era Verónica. Volví a odiar a todo el mundo y me llené de la rabia propia de un futuro dictador. Releí a Nietzsche. Me afilié a un partido político. En la actualidad, soy el cabeza de lista.

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Giant little animals for us

Hoy me he sentido un poco más miserable, será que me estoy haciendo mayor. He intentado neutralizarlo vistiendo una camiseta de manga corta encima de otra de manga larga, pero no dio resultado aparente. Bien. Aún puedo fingir que soy un joven rebelde sin caer en lo ridículo. En la esquina de Roselló con Balmes me saludó una voluntaria con chaleco de la Cruz Roja y carpeta en mano. No la escuché, querría lo que todas. Mi dinero, mi sangre, mi semen, mi hígado. Le dije que no tenía tiempo y respondió con un irónico y alargado gracias, caballero. Quise volver sobre mis pasos y comérmela hasta dejar sus huesos al descubierto. Una alita de pollo con sabor a solidaria utópica. No sé qué esperaba, que me hubiese levantado con ganas de socorrer a los damnificados de una tormenta tropical con nombre de culebrón colombiano. Pues no. Inténtalo otro día. Durante el camino al trabajo, estuve imaginándome un anuncio para televisión. Un travelín de mi apartamento en blanco y negro, con el sofá manchado y yo vistiéndome con una camiseta de manga corta sobre otra de manga larga. Yo haciéndome mayor y mi cara de miserable. Música de piano y el número de una cuenta corriente. Aceptaría la tarjeta de compra de El Corte Inglés. No habría problema. Eso fue lo que hice antes de llegar al trabajo, otros días pienso en llamar a Carolina. Hace tiempo que no la veo y sospecho que actualmente es la única chica que se acostaría conmigo sin pedir que primero la invite a cenar. Trabajo en una heladería italiana, seis horas detrás del mostrador. Me hacen llevar un delantal y una cinta en la frente que me da aspecto de Tortuga Ninja. Lo bueno es que tengo un sueldo decente y puedo poner la música que me apetezca. Mi rutina consiste en rellenar tarrinas y cucuruchos. Una bola, dos bolas. Tres para los más golosos. Deliciosas burbujas de aire recubiertas de grasa. Lo mejor del día ha sido un gordo que no sabía cuál elegir, fue divertido verlo nervioso ante la variedad de helados. Me dio igual que el resto de la cola protestase. Le di a probar el de dulce de leche con una cucharita de plástico. Pidió sandía. Al final le di una tarrina doble con la falsa excusa de que había elegido el sabor sorpresa. No le cobré. Se marchó tan contento que casi explota. Eso fue lo mejor del día, si bien no he conseguido dejar de sentirme miserable. Por la noche llamé a Carolina y quedamos en vernos el sábado.

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Dolce far niente

Antonia sale del dormitorio con ojeras de mapache. Son las once y cuarto del primer día de septiembre. Cruza el pasillo hasta el cuarto de baño y escucha a la perra aullar desde el otro lado de la casa. Se ducha con agua caliente y se queda un largo rato, hasta que se le arrugan los dedos. Anoche estuvo hasta las cinco de la mañana pegada a la pantalla del ordenador, leyendo relatos cortos de personajes perfectos. Nadie escribe para chicas como Antonia. Regresa al dormitorio envuelta en una toalla extra grande, arrastrando los pies y dejando huellas de agua en el parqué. Toda su ropa está tirada, formando montañas. Se viste con un chándal viejo y quita las sábanas sucias. Desayuna un yogur griego, carga la lavadora y saca a la perra antes de que orine en el pasillo y lo deje todo perdido. En el parque se encuentra con su hermano mayor y su novia, una petarda de tetas operadas y que además se resiste a vestir acorde a sus treinta y pocos años. El hermano le pregunta si ya ha encontrado trabajo y le recuerda una vez más los meses que lleva parada. Antonia mira al suelo de tierra, no dice nada. Está cansada de decirle a todos que no sabe qué hacer con su vida. Se siente inútil. La petarda añade que tiene que cuidarse más y que no puede salir a la calle con esa cara de muerta. Se despiden y en la cabeza de Antonia se produce un estallido, un sonido fuerte que no va acompañado de dolor. Síndrome de la cabeza explosiva, le había diagnosticado el neurólogo. No hay de qué preocuparse. Durante el camino de vuelta, el interior de su cabeza se convierte en el escenario de una coreografía de petardos y bombazos. Bum, bum, bum. Aparte, tiene dolor de ovarios y la dichosa regla no termina de bajar. La perra le ladra y ella responde con una mueca de asco. Ya en casa, se tumba en el sofá y cierra los ojos. Hoy tendría que sellar la maldita tarjeta del paro. Tiene ganas de gritar pero no lo hace. Se produce la traca y el silencio. Antonia abre los ojos y mira fijamente el techo un largo rato, hasta que se deshace y puede ver el cielo.

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