El cuento del garbanzo

Ha vuelto a pasar: tengo un frío de mil demonios. ¡Pero si me puse hasta el gorro de lana! Las manos ya han comenzado a agrietarse, apunto de sangrar como cada diciembre. Sólo pienso en llegar a casa, quitarme rápidamente la ropa y de puntillas perderme en la ducha. Y ponerme ese pijama tan viejo y peludo que tanto odias. Super Furry Ball. Es una pena que no estés para verlo y me hagas burlas con tu gracioso acento. Pero no estás aquí, algo que me repito continuamente para creérmelo. Alcanzo el enorme llavero con forma de elefante del bolso y ya estoy en el castillo. Tras las dos puertas de metal, me reciben las pelusas, el polvo, el olor a perro mojado y las causantes del mismo, moviendo el rabo. La felicidad. Porque es llegar a casa y no obtengo saludos o preguntas sobre qué tal fue el día, con quién he estado, cómo fueron las clases con los niños o qué tal va esa tos que arrastro desde hace unas semanas. Tengo un padre que vive frente a un televisor HD a 32 de volumen, y no sé muy bien si realmente la ve o si piensa en otra cosa con la mirada perdida en los anuncios. Hoy quizás lo encuentre dormido con las gafas torcidas y la boca abierta. O quizás encuentre un padre que suelte un tienes-que-hacer-X ahora mismo, ya, sin decir hola-qué-tal. Entro en casa y me recibe con un tienes-que muy grande que me cabrea, me hace resoplar y bajo la cabeza. Tengo-que porque tú no sabes-hacer-que. No hay ducha calentita, ni pijama feo, peludo y viejo. Yo tampoco sé hacer muchas cosas, como decir que no, posponer intereses ajenos, pensar en mí en vez de en el mundo, levantarme antes de las 8, escribir con la mano izquierda o escaparme a Barcelona y construir un cuento. Casi 33 años. Tengo ideas negras en mi mente. El paraíso puede esperar.

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