Tenemos la obsesión de intentar entenderlo todo y lo que es aún peor: conservar, etiquetar e interpretar cada fenómeno que pasa ante nuestros ojos. Yo no soy así. Por eso no me gustan las fotografías, terminas calificando unas vacaciones por el número de instantáneas divertidas que llevas en tu memoria virtual. Coge esta imagen como ejemplo. Una escena congelada, una plaza llena de niños. Quizá haya un colegio cerca y es la hora del recreo. Dos niños compiten en una carrera desigual en los bici-patinete metros lisos, otras conversan junto a la fuente y los más listos buscan la merienda en los bolsos de sus madres. Aunque claro, tu mirada se habrá detenido en primer lugar en la batalla del centro de la imagen, entre el niño esquimal y la chica de la falda. Y con un pestañeo apostarías a que la chica busca en los bolsillos del esquimal las golosinas que éste le prometió a cambio de subirse la falda en los baños de la escuela minutos antes. Para entonces las madres ya habrán intervenido, terminando con la pelea sin tiempo para una siguiente fotografía. Ya está, todo resuelto. Una historia con nudo y desenlace, aplausos. Pero te olvidas de que la vida es ese intervalo que va entre una instantánea y otra. Y que nada es como parece. No somos más que fragmentos, pelusas si me lo permites.
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I’ll fall for you soon enough.
I resolve to love.
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