We took the backseat, everyone was happy

Me cuesta horrores iniciar una conversación. Cuando no se me ocurre nada, hablo de los sueños que tengo. Eso es el último recurso, porque es muy complicado describirlo. Me da la sensación de que sólo tiene sentido dentro de mi cabeza. Además, todo el mundo sabe que a nadie le importa los sueños de otro. Aún así, llevaba varios segundos de silencio frente a Patricia en el restaurante asiático y no se me ocurrió nada mejor para romper el hielo. Hay que vencer la timidez y parecer alguien interesante. Empecé a contarle el sueño de anoche mientras ella se iba zampando el plato de sopa con vermicelli. Patricia no se esforzó en disimular su desinterés y me pareció lógico. Es una tontería hablar de los sueños de uno mismo. Qué más dará. Arranqué con voz temblorosa: anoche soñé con animales. Y ya no pude parar. Le hablé del jardín de jirafas que había en mi casa, de las reformas en el parque zoológico que obligaban a que los vecinos tuviésemos que adoptar algún animal. A mi padre le dieron la pareja de jirafas africanas, que sufrían de cervicalgia crónica. Se metían por las ventanas de la casa, silbando canciones de los años ochenta a todas horas. Esto le hizo gracia a Patricia y sonrió por primera vez en toda la cita. Supe que volvería a casa solo y también me pareció lógico. Así fue. Después el sueño daba un salto y me veía a mí mismo corriendo entre la muchedumbre por una avenida de ocho carriles. Huíamos de algo, pero no sabía de qué. Llovían papeles de colores desde los balcones. Las naves despegaban desde el cosmódromo a golpe de bendición ortodoxa. A lo lejos quedaban las jirafas de mi jardín y una mordía a la otra. Pero no tenían cuerpo ni patas, eran sólo dos cuellos larguísimos incrustados en el asfalto. Y aquí venía lo mejor, pero Patricia interrumpió el glorioso final preguntando si pediríamos postre. Le dije que sí. Que vale.

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