Mundos paralelos

Hay un local en el Born que suelo recomendar a los turistas. Se trata de un bar de copas con encanto con decoración retro que hace viajar a la Nueva York de los años 60. No lo busquen en ninguna guía. Tiene un gran espejo rectangular con el azogue purulento, las paredes pintadas en amarillo y muebles color durazno claro. Cócteles con o sin alcohol a seis euros, pinta de cerveza a tres. Descubrí el bar por casualidad, callejeando por el laberinto del Born. El dueño se llama Sebastián, decidle que vais de mi parte. Lo sorprendente del local es que no suena música. Jamás. Uno entra con la cabeza gacha, y si tiene suerte, podrá sentarse en una de las mesas. Pide la bebida a la camarera rubia y espía al resto del local. Es entonces cuando se da cuenta de que no hay música y que a nadie parece importarle. Los grupos de amigos hablan bajo en círculo, las parejas se susurran confidencias al oído. Además, en cada mesa hay un manual de física cuántica con las páginas cuarteadas. Esto es también idea de Sebastián, que vigila desde la barra. Junto a la barra hay una pila de agua bendita donde los fieles se santiguan. Un día, un joven surfero puso su tabla encima de la pila y a todos nos hizo gracia. La última vez que fui, estuve acompañado por un buen amigo. Él es otro escritor fracasado, alcohólico con honores. Se habló poco de literatura y mucho del manido cambio climático y de Plutón, el planeta que dejó de serlo. Últimamente me obsesionan las cosas que ya no son. Un sentido en la vuelta del tiempo. No creo que experimenten las mismas sensaciones que yo, pero al menos conocerán un local con encanto. Y a Sebastián. Allí viajo sin necesidad de drogas ni tarjetas de embarque. El silencio, el sabor del alcohol en la boca, el espejo rectangular por donde se llega a otros mundos paralelos.

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