Cuando no estás aquí

Cuando no estás aquí, la casa se convierte en selva amazónica para mí. Los muebles se hacen más grandes, las paredes se oscurecen y el pasillo se alarga como si todo fuese parte de una alucinación orquestada. Ellos también perciben tu falta. Me refugio en el balcón, el único lugar que no se transforma. Fumo un cigarrillo tras otro y miro el interior de la casa, a las tierras sin colonizar. Y siento miedo, ese tipo de miedo que sentía cuando era pequeño y me pasaba las tardes mirando por la ventana hasta que mis padres volvían de trabajar. Entonces no fumaba y tenía más pelo sobre la cabeza. Algunos problemas menos, también. Otro recuerdo que conservo es ponerme el enorme albornoz de papá al salir de la ducha y secarme la cabeza con las mangas. Tonterías. No tiene sentido tener miedo a estas alturas, pero ahí está. Cuando no estás aquí, me importa poco que regreses en horas o días. La casa me rechaza, soy un desconocido para ella y a mí nunca se me ha dado bien romper el hielo. Y luego volverás y pensarás que qué tonto soy y que los muebles no pueden cambiar de forma ni crujir a su antojo para asustarme. Pero lo hacen. La casa sabe que estoy aquí por ti y se pone celosa. Al menos en el balcón puedo pasar las horas muertas fumando y aprovecho para repetirme que no hay nadie más, que cómo iban a entrar a robar precisamente hoy y que ese ruido no viene de la cocina. Es increíble la sinfonía melódica que produce la nevera de madrugada. No te lo puedes ni imaginar. Cuando no estás aquí me siento un niño pequeño que no tiene que hacer la cama cada día. Puedo comer y dormir a las horas que me dé la gana. Soy aún más desordenado y tristón. Quizá el que se oscurece soy yo y no los muebles. Y que mi miedo no sea a un ladrón que entre por la puerta, sino a algo más. No sé. Lo único que tengo claro es que no me gusto sin ti.

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