El martinete

"Íbamos a ser una generación con la vida resuelta", apunta Alfredo manteniendo la mirada fija en su café. Cada día tiene más cara de epitafio y todo lo que le diga para animarlo será en vano. Además, últimamente me cuesta un mundo empatizar con él, aunque sea su novia. Alfredo siempre se creyó más listo de lo que es, sospecho que su madre tuvo mucho que ver en eso. Son las cinco de la tarde del domingo y vuelvo a estar frente a él, preguntándome qué hago aquí. Mi corazón está lleno de secretos y todos tienen que ver con otro hombre. Mientras tanto, Alfredo sigue divagando y resolviendo el mundo desde la barra del bar, tiene carrete para largo. Los demás ya se han ido del pueblo buscando la Tierra Prometida, solo quedamos él y yo. Pienso en todos nuestros amigos y qué estarán haciendo allá en el extranjero, con sus vidas felices. Alfredo habla del último libro que ha leído y de sus clases en alemán. Jura que se marchará lo antes posible, pero ambos sabemos que no lo hará. Somos los últimos en irnos y aquí nos quedaremos. Ojalá se fuese de una vez, no me sentiría tan mal conmigo misma. Él es mi fracaso emocional, yo soy el suyo. El próximo domingo volveré a estar frente a él, fingiendo que nos importamos y contándonos las desgracias familiares de cada uno. Todo lo demás es secundario. Pago su café y nos despedimos con un pico de compromiso. En el parabrisas de mi coche se han formado cristales de hielo.

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