El pasado jueves, Alfredo me llamó por teléfono y me pidió que me fuese con él a Milán el fin de semana. Ya no recordaba cuándo fue la última vez que tuvimos unas vacaciones. Me pareció bien, sería mi primera vez en Italia y así él no volvería a echarme en cara que no quise reconstruir lo nuestro. A fin de cuentas, él había tomado la iniciativa por primera vez en años. No es malo dar marcha atrás y utilizar las viejas armas: ilusión y sorpresa.
El fin de semana pasó en un suspiro: demasiadas horas enlatados en aviones y coches de alquiler. Nos quedamos en Varese, en casa de un amigo suyo, un poeta italiano que tenía más colmillos que un lobo. El domingo nos llevó al Lago Maggiore, una enorme balsa de agua glaciar que hace frontera con Suiza. Hacía mucho frío pero era precioso. Me dediqué a hacer fotografías a otras parejas felices que se abrazaban frente a la orilla, capturando los besos de imprevistos desconocidos. Las montañas que rodeaban el lago eran imponentes y parecía que se derrumbarían en cualquier momento sobre nuestras cabezas. Por primera vez, no pensé en quien no debía. Alfredo me dijo que era bueno crear nuevos buenos recuerdos. Me abrazó por detrás y me quedé callada hasta que cogimos el avión de vuelta a España. Estoy convencida que existirá un futuro en el que echaré de menos sentirme como me siento ahora. El peso del agua. Qué corazón tan ridículo.