Era viernes de entrega salarial y, además de recibir el sobre, a José Luis le pidieron que aguardara unos minutos más cuando el resto de colegas dejaran atrás el despacho del gerente. Ya se conocía la charla: La crisis, las cuentas, Fernández ha tenido mellizos con lo mal que va todo, la competencia, y en el periódico no hacen más que hablar de lo que pasa en las calles, hay que hacer algo, bla bla bla. Recolocación, con lo mal que suena eso.
En resumidas cuentas, José Luis dejaría de trabajar en las oficinas y sería reubicado en primera línea de batalla: la línea de deshuesado. Cambiaría el traje de ejecutivo y corbata regalada en el Día del Padre por delantal de plástico y gorro blanco para esconder su calvicie. Adiós al olor de la tinta y al motor quemado del ordenador, hola al olor a la carne cruda y a las vísceras. El teclado por el cuchillo. Un despacho con vistas por una sala a -3 grados sin ventana. Una esposa despreocupada en la peluquería por una esposa preocupada en casa. Genial. El futuro está en China, expuso el gerente con voz de pito. Palmadita y disfruta del fin de semana. El lunes, tras la tragedia laboral, José Luis comenzó en su nueva sección. Hombres en sus sesenta, chavales de diecisiete. Honorato hizo lo propio a su nombre y fue presentando a los nuevos compañeros, los cuales, cuchillo en mano, alzaron la mano sin mirar al nuevo. Pedro, el Chiki, Paco, Miroslav, Andrei, Antonio, Winston, Armando, Lenin y Stalin... ¿Lenin? ¿Stalin? No pudo contener la carcajada al escuchar sus nombres y ellos se miraron entre sí, miraron seguidamente al nuevo, no dijeron nada, no rieron.
Quizás es un mote, quizás se llevan mal entre sí. Honorato le dijo que eran de Honduras y Guatemala y que no sabían quienes fueron esos personajes históricos con los que todo el mundo les hace broma. Al resto le da igual, sólo quieren empezar a cortar chuletas y secretos como robots programados. Poco después, tras varios cortes accidentales, José Luis pensó que no nació para cortar y envasar carne. Ni para levantarse a las cinco y media de la mañana, pero merecía la pena todo eso sabiendo que trabajaba con Lenin y Stalin, que ambos portaban un cuchillo en la mano y que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo en las calles de aquella ciudad en llamas.