Lille is burning

Jeanne, 22 años, maleta roja con ruedas y piel lechosa, pecas en la cara entre su sonrojo. Sale del tren y piensa que llega en el momento perfecto: Francia quedaba muy atrás. Su compañero de asiento le dijo un minuto antes de parar que ese pueblo había dado más mártires a la patria que todo el resto del país. Jeanne sonrió tímidamente, se apartó el pelo de la cara y lo abandonó tras su oreja derecha. Nada ni nadie podrían quitarle estos meses de locura en el extranjero. Bajó del tren de alta velocidad llegando a su destino Erasmus. Sintió el calor y la sequedad del ambiente de su nuevo hogar, tan claramente contrario a su amada Lille. Apuró la botella de agua y se despidió con la mirada de su extraño compañero de viaje, que se perdió silbando entre la gente que hace cola para tomar un taxi. Ella opta por un autobús local que le lleve al centro de la ciudad, donde está su hotel, su hogar momentáneo hasta encontrar un piso decente.

El trayecto del autobús por el extrarradio y la universidad antes de entrar en la ciudad le parece un tanto desolador, pero no se desanima. “Estudia mucho y come”, le dijo su madre al despedirse. Su padre no estuvo para despedidas. Es viernes y no hay ni un alma por el campus. Pronto descubre que su destino Erasmus es plano, aburrido, decadente y pequeño. Menos mal que la gente será simpática y Jeanne hará amigos de todos los rincones del mundo. Toda esa maravillosa gente que no conoce. Cierra los ojos. Cruza los dedos. Respira profundamente. Entra por fin en el hotel tras dar vueltas por el barrio, lanza la maleta en la cama, orina, se refresca la cara y sale de nuevo a la calle. Sigue el calor seco y a cada paso que da por el centro de la ciudad se siente observada. Tan alta, tan rubia, camina flotando. Entra en la farmacia de la plaza mayor y tras pedir paracetamol en pastillas. Le atiende el farmacéutico, de unos cincuenta y muchos, pelirrojo con canas, dientes pequeños y separados, camisa de cuadros bajo la bata blanca y sonrisa babosa. Jeanne le pregunta por alojamiento en la ciudad para estudiantes, gente joven y divertida que hará de su Erasmus los mejores meses de su vida, o eso dicen. Él le señala un edificio frente a la farmacia y le indica el Tercero B.

Agradecida, le da la mano y se despide con una sonrisa amable. Cruza la calle, entra en el edificio y sube peldaño a peldaño hasta el tercer piso. Llama a la puerta, nadie responde y tras dos intentos decide bajar la escalera. Llegando al primer piso, allí está de nuevo el farmacéutico sin bata, sonriendo, tenebroso. Ella le explica cómo puede ser que no haya nadie. Él le coge del brazo y le dice que en el Tercero B tiene una habitación para ella. Que vive solo. Solo. Le faltó relamerse. Asustada, salió corriendo escalera abajo y tras su huida no podía dejar de oír la asquerosa risa de aquel loco español.

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