Prácticas en arqueología

Las montañas eran elevadas y tenían laderas escarpadas y pedregosas. En sus cumbres, la nieve comenzaba a derretirse ante la llegada del mes veraniego. Un viento venido del este soplaba con furia, y parecía dispuesto a llevarse los nubarrones hacia occidente. El sendero borroso que seguía iba rodeando la primera estribación de la cordillera, y me conducía por la ladera hasta perderse entre los tocones y la hierba de los caminos. En las faldas de la montaña pude observar las granjas y sus campos frutales, que era lo único que rompía la monotonía del paisaje.
Entre las rocas erosionadas, la tierra oscura poblada de hierbajos y arbustos, troncos derribados por la furia de los vientos, y pequeños charcos de juncos verdes, se alejaba mi sombra, que se fue fundiendo en aquel gigantesco túnel entre montañas nevadas. El viento del atardecer rasgó las cumbres más altas, en medio de un revoltijo confuso de nubes arremolinadas en torno a sí. Hacía tiempo que un sol débil y semioculto había desaparecido tras los picos, sumiendo la vereda a la vista de un brumoso cielo, triste y apagado. La luna brotó, deslumbrante, con un chorro de luz argéntea que surgió entre las sombras de las últimas nubes. Fue entonces cuando aparecieron uno a uno los huesos brillantes de los niños muertos.

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