Con una sonrisa (y alas de plata)

Lucía es vulnerable, pero si ríe con fuerza hace que tiemble la tierra desde aquí hasta el centro de Alaska. Ondas sísmicas de 7.9 grados en la Escala de Richter. Afortunadamente, pocas veces ríe de verdad. Es ahí cuando resulta peligrosa. Esta noche lleva un maquillaje suave y aterciopelado, una sombra de ojos atrevida y cara de no haber roto un plato. Sin embargo, no tiene intención de salir a la discoteca con las demás chicas con botas. Está viendo una película de miedo junto a su hermana Maite, ambas hundidas en el sofá de la sala. Las luces están apagadas. De vez en cuando, giran la cabeza hacia atrás por si hay alguien. Ven La matanza de Texas. Maite se tapa los ojos con las manos, no quiere mirar. Charcutería de matadero. Su hermana susurra que un hombre que no han invitado está a punto de llamar al timbre de la casa. Maite grita y le responde con una patada, escenificando una pantomima de combate. Lucía se divierte y está cerca de reír de verdad. Las paredes no resistirían tal movimiento una vez más. Al otro lado del tabique vive Ernesto. Su salita se compone de un mueble de televisión con vitrina de cristal, sofá cama y mesa abatible. Ernesto se pasa las noches en vela pensando en la risa de Lucía, en la destrucción del mundo. El sonido de la televisión está quitado y escucha con atención la alegre pelea entre las hermanas. Está embutido en un pijama con cremallera en la espalda y en las piernas. Es de algodón 100%. Lavado a máquina a 60 grados. Se las imagina como si fuesen actrices de una performance experimental, caracterizada por acciones particularmente violentas. Sobre la mesa abatible, hay un informe médico de alta hospitalaria firmado por el doctor Arroyo. El resto del mundo nada sabe. Maite se rinde, Lucía alza los brazos y dice con voz aguardentosa: "Lo nuestro no tiene nombre".

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