La soledad de los peces

Rosa no viene a comer. Hace ya un par de horas que hemos vuelto a decidir que nos divorciamos. Tuvimos una discusión de ésas en las que salen a relucir los trapos sucios de cada uno y de sus respectivas familias. Todo comenzó al olvidarme de nuestro aniversario. Me había preguntado mientras desayunábamos qué día era hoy. Encogí los hombros y seguí comiendo ante la mirada atónita de Rosa. Intenté disculparme, sin éxito. Ella confesó entre lágrimas que no entendía lo que me pasaba, que estaba harta de mí. Más tarde cogió las llaves del coche y se fue sin despedirse siquiera. Estuve deambulando indefinidamente de la terraza a la cocina desde que se marchase, normalmente no me preocupaba su ausencia –ya lo había hecho otras veces-, pero temí que agonizase deshidratada en la esquina más próxima. Que a quién se le ocurría salir un domingo de agosto, con lo bien que está uno en el rincón más oscuro de la salita. ¿Dónde se habrá metido? Tarda demasiado. El miedo a que ésta fuese la definitiva, a perderla para siempre empezó a recorrer mi espalda. Ella es lo único que tengo, el sentido de mi existencia. No sé que sería de mí sin Rosa. Realicé por enésima vez el trayecto desde la ventana hasta la otra de la cocina, aquella que da al patio interior y por extensión a la piscina comunitaria, sobre la que flota una espesa capa verdosa formada del desuso producido tras el incidente. Había una niña sentada en el borde de la piscina, con los pies en el interior del agua. Sostenía una caña de pescar entre sus manos y el anzuelo se introducía entre el cúmulo de suciedad que reinaba en la superficie. Aburrido por la interminable espera ante el teléfono –el cual levantaba cada tres minutos para comprobar el correcto estado de la línea–, dejé una nota a Rosa y bajé los ocho pisos por las escaleras.

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