Con falsos silogismos de colores

Te voy a contar algo. Pues verás, a mis tiernos diez, once, doce años, sorteaban en Mercadona una bicicleta. Metías cuatro tapas de yogur Danone en un sobre y la echabas en un buzón de cristal que habían instalado en el pasillo de los productos lácteos. Todavía recuerdo atravesar aquel pasillo frío y dejar las cartas un día tras otro. Por aquellos años parece que en mi casa sólo se comían yogures. Pablo, por ejemplo, devoraba dos nada más llegar del karate. Pues el caso es que nos tocó la bicicleta. Era de paseo, color celeste, de señora. Y ya sabes que soy la única chica de la casa, así que era para mí. Mi primera bici. Estaba tan contenta por tener algo que no debía compartir que hasta me daba igual que fuese demasiado grande para mi tamaño. Pasé aquel verano subiendo la cuesta de mi calle y bajando desde arriba del todo hasta casa. Así mil veces. Qué rápido iba, creía que saldría volando. Pues un día, me bajé antes de tiempo del sillín y luego frené. Ya te puedes sospechar el resultado. Me clavé el cuadro en la entrepierna y vi las estrellas. Cómo me dolió. Lo tuve negro, morado, marrón, amarillo, verde. De todos los colores, porque tuve un cardenal gigante y me dolió dos semanas interminables. Nunca se lo dije a nadie, mis hermanos se reirían y me daba vergüenza enseñárselo a mamá. Iba al baño todo el rato a mirarme. Pensé que me quedaría así, imagínate, llevando un aguacate maduro entre las piernas. ¡Deja de reírte, te odio! Voy a pedir otro ron miel, no te muevas de aquí. Tenemos mucho de qué hablar.

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