I feel like a part of a book I've read

La sobremesa del sábado es interminable, el segundero del reloj avanza despacio y la ciudad duerme la siesta. Por unas horas no ocurre nada. La sobremesa del sábado tiene un gusto en el paladar a café recién hecho y huele a tabaco en la ropa de la noche anterior. La ciudad es un desierto sin supervivientes, el sol calienta las aceras vacías y hay un silencio de Viernes Santo. Ya podría despertarse el mismísimo Lenin para devorar niños como en una película de serie B, que nadie movería ni un músculo. Todos están en el interior de sus hogares, remoloneando en sus sofás y mirando la tele. Nada es distinto en cuanto a nuestro paraíso de noventa metros cuadrados a orillas del Mediterráneo. Ana hace la siesta en la cama, está cansada. Duerme en diagonal con una almohada entre las piernas. Mientras tanto, aprovecho este momento de tregua para pasear por la casa como si se tratase de la primera vez que estoy aquí. Los platos se apilan en el fregadero, huele a pintura en el cuarto de pintar y los cojines del sofá están tirados por el suelo. Hay un libro abierto sobre la mesa, lo cierro y pongo otro encima para quedarme tranquilo. No vaya a ser que algo salga fuera de su lugar. Termino la visita en el dormitorio y la espío. Lleva un tanga negro que nunca se lo he visto puesto. Me pregunto si soy el primero que lo conoce. Me excita verla así, indefensa. Empiezo a quitarle el tanga lentamente para que no se despierte y me siento un pervertido. Ella cambia de postura y separa las piernas. Sigo bajando el tanga hasta dejarlo por los tobillos. El corazón me late con fuerza. Acerco la oreja a su sexo, como un apache sobre las vías de ferrocarril en el Salvaje Oeste, y escucho. Se oye el mar.

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