Los fruteros de Reina Victoria empiezan su trabajo desde las siete, mientras el resto del mundo duerme. Cuando atravieso la Avenida ya han descargado la mercancía y disponen los cartones unos sobre otros de tal manera que la fruta queda expuesta en diferentes pisos, inclinados como si se tratase de un tejado de vitaminas y fructosa. Me gusta admirar su obra mientras espero a la guagua, ver cómo consiguen la disposición perfecta en ese espacio reducido. Hoy las naranjas dulces estaban a la izquierda, debajo de las peras de conferencia y al alcance de cualquier transeúnte despistado que quisiese adoptarlas en su bolsillo. A partir de ahí el resto del día tiene menos interés: atender a las amas de casa maquilladas con su abrigo de piel y que prueban las uvas antes de comprarlas. Nadie les felicita por su obra de arquitectura, y al final de la jornada amontonan las cajas de plástico para su labor de las siete de la mañana del día siguiente. No cogí la guagua, regresé a casa, le dije a mis compañeros de piso que me dolía la cabeza y me quedé en el sofá leyendo entre risas un bonito cuento de un autor canario sobre un jubilado que vive junto a las vías de alta velocidad y cambia sus relojes de pared por unos de sol debido a que el traqueteo de los trenes desplazaban las agujas a modo de péndulo.
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I’ll fall for you soon enough.
I resolve to love.
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