Una de las cosas que me gusta de Ciudad Universitaria es su carácter de microcosmos particular con sus reglas propias y sus personajes característicos, de la misma forma que adoro las farmacias o los aeropuertos. Por eso me sigue sorprendiendo ver este curso a las rumanas sordomudas mostrándote una lista de firmas para que añadas la tuya, especie típica del centro de Madrid pero que este otoño ha emigrado hacia Ciudad Universitaria. El que sigue año tras año es el chico que reparte octavillas de un psicólogo con su oferta estrella de psicoanálisis a 30 euros si tienes carnet de estudiante universitario. Una verdadera ganga, la verdad. Me gustan los jueves porque termino a las once y media mientras el resto sigue sus clases en la Facultad. Esta mañana bajar la acera de Paraninfo fue más difícil por el viento y la lluvia, uno me adelantó descendiendo con periódicos metidos por dentro de la chaqueta y asumí que me encontraba en medio de una etapa pirenaica. Sálvese quien pueda, llegó el otoño a Madrid. En la parada de la línea F sólo había una chica y la conocía porque asistimos al mismo grupo en dos asignaturas. Tiene unos ojos de sapo graciosísimos y acostumbra a sentarse en la última fila. Ahora se encontraba con los pies sobre el banco leyendo un libro. Sin apartar la vista de entre las páginas, sacó del bolso una pera envuelta en papel de aluminio y empezó a comer. Observé el título del libro: “Cómo cocinar para extraterrestres hambrientos” y pensé en el hummus que hice anoche, no sé muy bien por qué. Por un momento me pareció curiosa la escena: ella estaba ajena al día de perros que hacía, inmersa en su libro absurdo y mordisqueando la pera de conferencia. Recordé la última vez que hablamos: un par de días atrás sobre unos apuntes, y no me había fijado en ella hasta entonces. De pronto tuve una necesidad irreparable de invitarla a casa, ver cómo cocina descalza para extraterrestres hambrientos mientras se secan sus zapatillas Victoria rojas sin cordones junto a la estufa del salón. Me gustan las chicas que leen y comen a la vez, es casi pornográfico para mí. Y pensando tonterías apareció la guagua azul de la línea F. Junto al conductor iba un hombre con pipa y sombrero extraído de un cuadro de Magritte. Miré a la chica, ella hizo lo mismo, sonreímos y subimos para validar el billete del viaje que haríamos cada uno a su casa (y Dios en la de todos).
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I’ll fall for you soon enough.
I resolve to love.
One Response to Y Dios en la de todos
Farmacias y aeropuertos... no están mal. A mí me encantan el metro o el cercanías. Puedo pasarme una hora completa de viaje observando a la gente e intentando indagar cómo es su vida. ¡Qué costumbristas somos!
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